Por Edgardo Alberto Amaya Cóbar
El Salvador no es ajeno a las lógicas de la globalización. La apertura de las fronteras, los mercados, la disminución de controles estatales sobre la economía, propias de la predica neoliberal global, traen aparejados riesgos inmanentes relativos al desarrollo o fortalecimiento de economías ilegales y su transnacionalización. El desarrollo del crimen organizado se ve alimentado por los costos sociales ocasionados por los mencionados programas neoliberales (exclusión, desempleo, informalización del empleo)
Frente a los riesgos enunciados, no se aprecia una capacidad o una voluntad estatal de prever y contenerlos –mediante el fortalecimiento de la institucionalidad–, por el contrario, ha dado señales negativas en ese sentido.
La corrupción (pública y privada) es una de las puertas de entrada del crimen organizado, y el lavado de dinero es su puerta de salida favorita. Ambas son herramientas esenciales para su operación. Una de las señales más preocupantes, es la debilidad estructural del estado salvadoreño para ejercer controles preventivos efectivos contra la corrupción a todo nivel. Es notoria la virtual obsolescencia de la Corte de Cuentas de la República –tristemente celebre víctima del reparto partidocrático de las instituciones estatales–, cuyos titulares son nombrados según la oportuna complacencia política del partido en el poder.
El reparto partidocrático de las instituciones se reproduce además, en todas las instancias de elección de segundo grado, como la Fiscalía General de la República, encargada de la investigación criminal y la acción penal, en las magistraturas de la Corte Suprema de Justicia o en la elección de los miembros del Consejo Nacional de la Judicatura.
Tradicionalmente, la FGR no se ha destacado por sus logros en la lucha contra la corrupción en la función pública y el manejo de algunos casos dan paso a sospechar, por lo menos, grave negligencia. Según la Asociación Probidad, la regla general es que los delitos relativos a la corrupción queden en la impunidad, cuando no son ocultados del escrutinio público.
La consecuencia inmediata y más lamentable de la partidización de las instituciones –particularmente de aquellas que deben jugar un papel de control de la función pública– es la eliminación o precario funcionamiento del sistema de pesos y contrapesos interorgánico, lo cual facilita el aparecimiento de la corrupción u otras formas abusivas del uso del poder, que llegan a devaluar la capacidad del estado de aplicar su propia ley.
Otro aspecto crucial para proteger la institucionalidad de los efectos perversos de la corrupción y la criminalidad organizada es el establecimiento de sistemas de control y transparencia de la financiación de los partidos políticos, para transparentarlos y prevenir que grupos criminales estén “comprando” cuotas al interior de estas instituciones, con vistas a lograr influencia o cargos políticos y, de esta manera, manipular o manejar la institucionalidad a favor de sus intereses. Pese a existir una propuesta de Ley de Partidos Políticos, ésta se ha visto bloqueada, entre otros motivos, por la negativa de diversos partidos a revelar sus formas de financiación.
El debilitamiento de las estructuras de control de la función pública, también se ve reflejada en las instancias de control del mercado, particularmente en la Superintendencia del Sistema Financiero y la Bolsa de Valores, las que juegan un papel poco visible en el control de mercado financiero y han sido cuestionadas sobre su (in)capacidad o (des)interés para detectar actividades anormales de instituciones financieras que posteriormente han generado fraudes masivos como en los casos de FINSEPRO-INSEPRO, o más recientemente en el caso OBC.
En la corrupción pública, el valor de la defraudación se traduce en el desplazamiento de los bienes públicos hacia la esfera privada, dejando a la población sin los beneficios de los recursos originalmente dispuestos para su servicio. En el caso de la corrupción privada de los mercados financieros, los efectos no solo se traducen en el levantamiento del dinero del público, sino que es trasladado hacia orbitas financieras internacionales, regularmente, hacia el norte, lejos del alcance de sus países de origen.
Resumiendo, el debilitamiento del control de pesos y contrapesos y la falta de transparencia; la corrupción pública y privada; la falta de transparencia de los partidos políticos y el lavado de dinero son elementos necesarios para el diagnóstico de factibilidad sobre la influencia o afectación del crimen organizado en un país.
El Salvador, como vemos, es tierra fértil, mientras se siga manejando la cuestión pública de espaldas a la sociedad y mientras, en nombre del mercado, se siga reduciendo el control sobre la economía. Estas son amenazas latentes para la ciudadanía –que siempre termina pagando las consecuencias–, pero como lo vemos en el caso de Guatemala, también es una amenaza a la legitimidad de los gobiernos y a la gobernabilidad.