En menos de una semana El Salvador y Guatemala se han visto sacudidos por noticias que han generado un gran impacto en las sociedades de ambos países. El lunes 19 de febrero tres diputados salvadoreños y uno de sus guardaespaldas fueron asesinados y quemados en un predio cerca de ciudad de Guatemala. Tres días después, se reportó la captura de cuatro policías, miembros de la elite de investigaciones de la institución policial de ese país, quienes fueron sometidos a proceso penal con detención provisional. Al menos otros tres imputados se reportan como fugados.
También llama la atención el hecho que el comando habría podido entrar sin mayor resistencia y ubicara sin problemas a los imputados para su ejecución. A raíz de los acontecimientos, los internos se amotinaron exigiendo mayor seguridad para sus vidas, por haberse convertido ahora, en testigos de este nuevo hecho.
Este hecho, realizado a la usanza de grupos de crimen organizado o del narcotráfico, revelaría los poderosos intereses en juego y los poderes fácticos involucrados es este caso. Eliminar a los acusados buscaría acallar posibles delaciones posteriores sobre quién o quienes son los autores intelectuales del macabro hecho del pasado 19 de febrero. Esto viene a confirmar una de las líneas de investigación que se inclinaba a que la muerte de los diputados salvadoreños y su guardaespaldas estaría vinculada a un caso de narcotráfico.
Tanto el Presidente Berger como el Presidente Saca han sostenido que los asesinatos del pasado 19 de febrero, fueron producto de una “confusión”, por la que los policías implicados habrían actuado en la creencia errónea que sus víctimas eran narcotraficantes a quienes les robarían un alijo de droga o dinero. Esta hipótesis no ha sido confirmada por los investigadores del caso, tanto de Guatemala como de El Salvador. Incluso, un declarante anónimo de la policía guatemalteca manifestó: “hay vínculos con una organización del narcotráfico conformada por guatemaltecos y salvadoreños, entre ellos un contacto de mucho peso político y económico del vecino país, derivado de un mal negocio, lo cual es imperdonable entre el narcotráfico” (Periódico Siglo XXI, Guatemala 24/02/07)
Con estos hechos, estaríamos asistiendo a las muestras más dramáticas y terribles de cómo el crimen organizado -el de verdad, el que se infiltra en las instituciones gubernamentales y en la clase política- puede procurar su propia impunidad, poner en jaque a un gobierno y en zozobra al resto de la sociedad.
Esto debe llamarnos a una seria reflexión respecto de nuestra realidad. Cuando veas las barbas de tu vecino pelar, pon las tuyas a remojar. Lejos de pensar que El Salvador no padece este mal, por el contrario, debemos preocuparnos por detectar cuál es su nivel de infiltración y suprimirlo, lo cual solo podrá pasar si existe la voluntad política y la independencia de ésta de los poderes fácticos establecidos.
Diputados y autoridades del partido en el gobierno y otros representantes de la derecha política han hecho alharaca de la nueva Ley contra el Crimen Organizado y Delitos de Realización Compleja, la cual, solo regula tres delitos: homicidio agravado, secuestro y extorsión cometidas por dos o más personas. Como ya lo hemos expresado antes: Lejos de combatir el crimen organizado “de verdad”, parecería que le favorece, excluyéndolo por decreto.
Estos hechos demuestran que sin mecanismos de auditoria y transparencia –objetiva e independiente- de la función pública, sin fuerzas de seguridad e instituciones de justicia integras, sin mecanismos de auditoria sobre el financiamiento de los partidos políticos, sin fortalecimiento de la inteligencia policial y fiscal, una ley tan mal elaborada, y ajena a esta realidad, como la del Crimen Organizado, muestra con toda evidencia, su superfluidad y su carácter improvisado de marketing político y no como una respuesta realista al fenómeno que comentamos.
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