13 de febrero de 2007

La implementación de la Ley contra el crimen organizado y delitos de realización compleja: mitos y verdades

Por Edgardo A. Amaya Cóbar

Nos encontramos a las puertas de la entrada en vigencia de la denominada Ley contra el crimen organizado y delitos de realización compleja y es lamentable apreciar semejante pérdida de tiempo y recursos en esfuerzos mediocres, nacidos de la improvisación y de las estrategias de marketing de la derecha política y su sequito judicial. Es un hito de la arbitrariedad político criminal gubernamental.

En buena medida, medios de comunicación han pecado, por ingenuidad o por malicia, en generar un exceso de falsas expectativas y apoyos alrededor de esta ley, en consonancia con el ánimo gubernamental de presentarla como otra de sus panaceas para enfrentar la criminalidad y la violencia, cuando su ámbito de aplicación sería sumamente limitado como se verá más adelante.

Esta ley, desde su elaboración, aprobación y ahora, en su fase de implementación, se ha visto marcada por una evidente improvisación y falta de seriedad, reflejada en su precariedad técnica, como en su falta de inserción en políticas concretas y definidas.

Entre los falencias técnicas, la más fuerte es su visión sumamente restringida –cuando no, errática– del crimen organizado, que no incluye en su ámbito de aplicación figuras delictivas establecidas por la legislación internacional sobre la materia. Es más, la misma ley derogó el artículo 22-A del Código Penal, el cual reunía un amplio catálogo de figuras delictivas, que en la ley actual se reduce a tres: Homicidio simple y agravado, secuestro y extorsión, cuya frontera divisoria respecto de los delitos “comunes” no es tan marcada. Lejos de combatir el crimen organizado “de verdad”, parecería que le favorece, excluyéndolo por decreto.

Como cualquier medida improvisada, sin inserción en políticas concretas y sin planificación previa, tiene consecuencias financieras inmediatas, regularmente negativas, pues genera gastos no previstos y rompe con las planificaciones originales, alterando los presupuestos.

Según las informaciones periodísticas, la implementación de dicha ley costaría aproximadamente $4 millones anuales, costos que no estaban originalmente previstos en el Presupuesto del año 2007 para el Órgano Judicial. Este repentino gasto se da cuando el Gobierno argumenta necesitar un préstamo de $100 millones de dólares para mejorar la seguridad pública y el sistema penitenciario. ¿Por qué si se necesitan $100 millones, se toman decisiones improvisadas que agravan el déficit presupuestario?

El magistrado presidente de la Sala de lo Penal, el más animoso impulsor de esta normativa, alega que esta ley supondría un ahorro y mejoraría la eficiencia del sistema en el procesamiento de los casos. Sin embargo es muy difícil –sino imposible– encontrar la supuesta racionalidad económica de lo alegada: ¿cómo es más barato invertir $4 millones en implementar una ley que procesa delitos, que ya son conocidos por los tribunales penales, mediante la creación de nuevas instancias judiciales cuyos costos de operación son más elevados que los ordinarios?

El mismo funcionario alega que el procedimiento sería más expedito que el procedimiento ordinario, lo cual no deja de llamar la atención pues se esperaría que los delitos de realización compleja necesitaran mayor preparación que los casos ordinarios. Una lectura de los plazos procesales dispuestos, no tiene una diferencia significativa respecto del Código Procesal Penal vigente, sus plazos son solo ligeramente mayores.

Uno de los objetivos perseguidos por los impulsores de esta ley, se encuentra por fuera de su aplicación a determinadas figuras delictivas. Cómo lo manifestó el magistrado presidente de la Sala de lo Penal: busca generar un nuevo esquema procesal penal, que desde nuestro punto de vista, sería más autoritario y con menos garantías. Esta es su prueba piloto, lo cual es preocupante considerando el débil nivel técnico de la iniciativa y arbitraria forma de imposición.

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