Ilustración: El Roto, caricaturista de El País
El Salvador tiene en vigencia la Ley especial contra actos de terrorismo, la que vendría a sumarse al catálogo normativo de la legislación penal, a la sazón, uno de los más prolíficos del ámbito legislativo, afirmación que se deriva del conteo de más de trescientas reformas, en los últimos siete años a la legislación penal, procesal penal, penal juvenil y penitenciaria, así como por la creación de legislaciones especiales como la Ley Antimaras y su posterior reedición, a las que se suman ahora la Ley antiterrorista y el proyecto de Ley contra el Crimen Organizado.
En general, estas reformas o creaciones de cuerpos legales han tenido que ver más con motivaciones de tipo político o electorales, que con la solución de problemas normativos concretos o la corrección de lagunas legales. Estos procesos legislativos se corresponden con un modelo autoritario de gestión del poder: una tendencia dominante hacia el mando antes que al consenso, así como una marcada utilización de medios coercitivos y la restricción de la libertad para la imposición del “orden”, el cual constituye su bien o valor primordial, por encima de la persona.
Aunque puede decirse a favor de la ley comentada que recoge una buena cantidad de figuras tipificadas por convenios internacionales sobre la materia, creo que podemos, al menos de manera puntual, proponer algunos de sus puntos más criticables.
En algunas de sus disposiciones, la ley contiene ambigüedades o amplitudes conceptuales (conceptos jurídicos indeterminados) por las cuales, no logra determinarse con claridad los ámbitos de aplicación, generando inseguridad jurídica sobre los alcances de la libertad de los ciudadanos, lo cual, según la sentencia de inconstitucionalidad de la Ley antimaras, constituye una violación al principio de legalidad.
Un ejemplo de lo anterior lo constituye la definición de Organizaciones terroristas, contenido en el artículo 4, literal m de la ley en comento: “Son aquellas agrupaciones provistas de cierta estructura de la que nacen vínculos en alguna medida estables o permanentes, con jerarquía y disciplina y con medios idóneos, pretenden la utilización de métodos violentos o inhumanos con la finalidad expresa de infundir terror, inseguridad o alarma entre la población de uno o varios países”. En la definición propuesta, no resulta claro cual es el alcance y usos que puedan tener expresiones como “en alguna medida estables o permanentes”, “cierta estructura”, “terror”, “inseguridad” o “alarma”.
Otros ejemplos lo constituyen los artículos 8 y 9 que regulan la apología e incitación pública de actos de terrorismo y la simulación de delitos, respectivamente. En el caso del artículo 8 se habla de apología de terrorismo, sin que se exista una determinación clara de qué se entiende por éste. Tampoco queda claro qué es una simulación de los delitos ni el contexto en que se realiza. En ambos casos, además, es posible que se afecte el derecho a la libertad de expresión de la ciudadanía.
Lo preocupante de estas definiciones ambiguas es su uso discrecional por parte de aplicadores de la ley. Son convertidas en comodines para realizar capturas bajo casi cualquier supuesto. Basta recordar que en el pasado reciente se ha capturado a manifestantes en el contexto de enfrentamientos o disturbios, los cuales han sido acusados de actos de terrorismo, lo mismo fue propuesto por funcionarios de gobierno para ser aplicado a las pandillas juveniles.
La sentencia de la Ley antimaras, antes citada, declaró inconstitucionales disposiciones que penalizan conductas sin resultado (delitos de peligro abstracto), las cuales violarían el principio de lesividad en tanto no hay un daño en concreto respecto de un bien jurídico específico. Esto es aplicable a los casos de la apología y la simulación arriba citados.
La sentencia que venimos citando, también establece que el derecho penal debe responder a los principios básicos de la Constitución, uno de ellos, el de dignidad humana. En atención a lo anterior, las penas elevadas que buscan convertirse en ejemplarizantes estarían dando a la pena una función por la cual el delincuente es objeto de escarmiento, desplazando su dignidad y la finalidad constitucional de las penas que es la resocialización.
Por otro lado, también se falla en la razonabilidad y proporcionalidad de la ley en tanto, algunos de sus supuestos típicos no distinguen niveles de afectación del bien jurídico, acciones de menor intensidad abarcadas en lo genérico de la redacción legal, o las sujetas a la discrecionalidad interpretativa de quien aplique la ley, pueden ser objeto de una amenaza de sanción muy elevada.
Para finalizar estas líneas, las críticas aquí detalladas no se agotan en este somero análisis que solo pretende provocar una discusión al respecto de esta ley y sus eventuales usos. La intención ha sido mostrarle a la ciudadanía cómo una ley ambigua, puede terminar afectando sus derechos, sin enterarse en qué momento y cómo se volvió “terrorista”.
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