Durante la primera quincena de octubre, hemos podido ser testigos de un alza en la intensidad del debate sobre la violencia y la inseguridad llevado por las empresas de comunicación local y sus versiones de la opinión publicada. Parece que hoy es importante lo que desde hace mucho tiempo era obvio.
Más allá de la cotidiana y desbordada violencia, el debate parece haber sufrido una suerte de sacudida a partir del discurso del señor Embajador de los Estados Unidos, Douglas Barclay, en un foro organizado por FUSADES, a inicios de este mes.
En segundo lugar podemos encontrar el reclamo de las cúpulas empresariales tales como
El discurso del señor embajador generó múltiples y variadas reacciones, mayoritariamente de aceptación y algunas de rechazo con cierto dejo de chovinismo. Personalmente pienso que en campo de la diplomacia y las relaciones internacionales “no hay almuerzo gratis”, y las buenas intenciones pueden venir acompañadas de segundas o terceras. Fuera de esta suspicacia, el discurso en alguna medida sonó como un padre alcahuete que –por fin- regaña a su largamente consentido y malcriado hijo (que en buena medida imita los defectos del padre)
Voy a limitarme a comentar el discurso del embajador Barclay en aquello que atañe a materias de seguridad y justicia, puntos a decir verdad, centrales de la mencionada presentación. Llama la atención el pragmatismo con el que es abordada la cuestión de la violencia: hay que detenerla porque afecta la economía: “Piensen cuan gravemente está afectando el crimen a su economía. Aumenta los precios y los costos de hacer negocios (…) El crimen tiene el potencial de destruir todas las oportunidades creadas por CAFTA, por el Acuerdo de
Pero a la par, también sentencia que la violencia puede truncar logros alcanzados desde los acuerdos de paz. El discurso no los menciona, pero podemos decir: alto al fuego, mayor respeto y vigilancia de los derechos humanos, en particular de los civiles y políticos y la desmilitarización de la seguridad pública mediante la separación de las tareas de seguridad interna y externa, es decir, separación de las funciones policiales de las de la defensa nacional, a cargo del ejército. De hecho el discurso habla de una mejor y más grande fuerza policial, no de una remilitarización.
Es interesante la provocación de generar un reclamo democrático por la seguridad: “¿Dónde está la condena pública masiva y la presión hacia sus representantes electos, tanto hacia el gobierno central, como al poder legislativo y los gobiernos locales para lograr un programa integrado contra la criminalidad?” Así como también el duro reclamo a la clase política: “¿Dónde está la voluntad política para enfrentar este problema y solucionarlo ya?”
En el campo de las propuestas concretas del discurso, se insiste en algunos puntos previamente planteados por actores sociales locales: la necesidad de una política criminal desde el gobierno, fundada en datos de la realidad, transparente y eficiente y por otro lado, de manera tácita, la necesidad de luchar contra la corrupción como presupuesto de la eficiencia de la acción gubernamental frente a las demandas sociales. En este mismo sentido se orienta el comentario sobre la necesidad de mejorar la recaudación tributaria cuando dice: “Ya sea que decidan crear nuevos impuestos o no, las personas y los empresarios deben pagar los impuestos que deben ahora” Parece que, en leguaje diplomático, la distinción o mención específica de “los empresarios” no es gratuita.
No obstante lo anterior, las propuestas relativas a la apuesta por el desarrollo de las capacidades punitivas del estado, son simplistas y poco realistas. Encarcelar 12 mil pandilleros o aumentar las dimensiones del sistema penitenciario para tal escenario, no es algo que quepa dentro de la compresión de lo real de un sistema de justicia. Pero la manzana no cae lejos del árbol y el consejo viene del representante de la mayor potencia penitenciaria global.
En lo relativo al funcionamiento de las instituciones de justicia, el funcionario retoma las críticas hacia el estamento judicial, criticado por sus fallos y diversidad de criterios a la hora de aplicar justicia. Nuevamente, la propuesta es simplista: el problema del sistema judicial se resuelve con un Código de Reglas de Evidencia. La uniformidad por decreto.
Tal como el mismo embajador lo reconoció: “Tal vez les estoy diciendo cosas que ustedes ya saben (…)” Lo dicho, en buena medida, coincide con planteamientos ya hechos por diversos sectores sociales en el país, pero más dramáticamente, por el clamor de la población que cotidianamente sufre los embates de la violencia y la criminalidad. Pero en este contexto importa tanto lo que se dice como quien lo dice, de quien viene el criterio de “autoridad”.
San Salvador, Octubre 22, 2006
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