PERFECTO ANDRÉS IBÁÑEZ
Perfecto Andrés Ibáñez es magistrado del Tribunal Supremo español |
Aunque no falta quien se resiste a aceptarlo (claro que en medios muy apegados a cierta paleocultura de la jurisdicción), en las sociedades pluralistas, los jueces (sin excepción) -más allá del más básico común denominador técnico- no son cultural y, ni siquiera, jurídicamente del todo intercambiables. La mejor prueba está en que a cualquiera que tenga que vérselas con la justicia le gustaría elegir al juez de su causa.
Precisamente, para hacer frente de manera racional a esta realidad innegable, se acuñó el principio del juez natural y se adoptaron ciertas cautelas complementarias, como el deber de motivar las decisiones y la posibilidad de reconsideración de éstas por otras instancias. En todos estos recursos se expresa claramente la conciencia de la necesidad de distribuir de forma aleatoria entre los asuntos y los demandantes de justicia esas particularidades diferenciales de los jueces siempre significativas. Que lo son más aún en momentos de transición o de crisis y sobre todo en asuntos de alta temperatura.
Lo apuntado es algo que, en cambio, no ocurre de la misma manera en las sociedades monistas, por la razón de que proscrito en ellas el pluralismo lo está también cualquier coeficiente de diversidad en el interior de las instituciones. Y, muy en particular, de la que nos ocupa. De este modo, los jueces participan de una casi clónica homogeneidad, entre sí y con la clase del poder, merced al punto socio-económico de partida, a un tupido sistema de filtros y a un esmerado control ideológico que cubre y permea eficazmente todo el ejercicio de la función.
Curiosamente, el modo más convencional de entender, todavía hoy, la administración de justicia no es sino una nada ingenua transposición de los perfiles de ese (anti)modelo autoritario y excluyente al plano de los principios. Lo que se hizo realidad en un determinado momento político merced al genio organizativo (no precisamente democrático) de Bonaparte, resultó transubstanciado como deber ser intemporal de la magistratura. Éste sigue latiendo en la conciencia y, quizá más aún, en el subconsciente de muchos jueces y, desde luego, en cierto subconsciente institucional que inspira no pocas rutinas del rol. Por eso, lo cierto es que en la historia de los últimos 150 años el ámbito de la jurisdicción ha experimentado una fuerte determinación política, que, dicho en jerga informática, ha operado por omisión, de ahí su escasa visibilidad para quien lo mirase acríticamente y desde dentro. Ese sello genético es lo que explica la fácil y funcional integración del llamado poder judicial, propio del Estado liberal de derecho, en experiencias dictatoriales como las del nazi-fascismo y otras más recientes del cono sur de América Latina.
Casos como el español del franquismo lo ilustran perfectamente. Y, para muestra un botón, repárese en la confesión, hecha a la prensa, por un prestigioso magistrado de la Sala Segunda del Tribunal Supremo, al comienzo de la transición democrática: 'Cuando en España había una sola política, algunos de nosotros la hemos servido, incluso con entusiasmo. Pero ahora que hay varias políticas, lo procedente es abstenerse'.
Pensando en nuestro país, a partir de lo anterior, debería ser pacífico que la política no fue importada de contrabando en el sancta sanctorum de la magistratura preconstitucional por Justicia Democrática, ni en la primera Asociación Profesional de la Magistratura (APM) por Jueces para la Democracia. Se da incluso la circunstancia de que los postulados básicos de Justicia Democrática -recogidos en las conclusiones de su primero y único congreso (previo a la autodisolución)-, mantenidos en aguda polémica con notables exponentes de la judicatura de la época que todavía no habían tomado la decisión de abstenerse, hoy tienen estatuto constitucional. Y se recordará la resistencia activa de algún sector de la magistratura a la aplicación de la Constitución, aun después de que en Sigüenza (diciembre de 1979), no con poco esfuerzo de algunos, se hubiera logrado introducir una mención expresa a los derechos fundamentales consagrados en ese texto, en los estatutos fundacionales de la APM.
Entonces, como ahora, el sector de la judicatura conocido como progresista no defendió la politización y menos aún una mayor politización de la función judicial. Sólo llamó a las cosas por su nombre y quiso traer a primer plano de la observación un dato siempre celosa y peligrosamente soterrado: que el angélico universo de principios, supuesto patrimonio inmaculado de los hombres de toga, estaba tejido con materiales bastante más groseros que los celebrados en la tediosa literatura oficial y corporativa. Que la contaminación política no había que negarla, sino, antes bien, hacerla evidente como dato y necesario objeto de atención púbica. Para favorecer la conciencia crítica del juez acerca de la significación de su propio papel y evitar posibles instrumentalizaciones de aquella procedencia.
El paso dado a partir de entonces no ha sido pequeño; y lo cierto es que hay un mayor nivel de aceptación de la legitimidad de las diversidades político-culturales de los jueces y, asimismo, mayor conciencia de que no es por la ocultación, y menos aún por la negación, de esa dimensión de lo judicial como se trabaja por la efectiva imparcialidad del juez en el caso concreto. Además, podría hablarse con todo fundamento de cierto derecho no escrito del justiciable a saber de qué pie cojea el que le juzga. Precisamente porque las posiciones de éste en el terreno político-cultural, incluso religioso, sobre todo en ciertas materias conflictivas en esos planos, podría no pasar sin consecuencias. En particular, cuando se da algún grado de militancia práctica asociada a la falsa creencia en una suerte de virginidad original.
La necesaria imparcialidad del juez (como la neutralidad valorativa del científico) no se obtienen por el milagroso efecto de algún folclórico acto parasacramental de investidura (de 'unción carismática', habló un clásico contemporáneo de nuestra literatura judicial-corporativa). Pero puede alcanzarse si media un compromiso fuerte de honestidad intelectual, mediante el esfuerzo autocrítico y la exposición a la crítica en un régimen de transparencia real.
Pues bien, hoy existe un amplio consenso social en torno a la inevitable presencia entre los jueces del mismo pluralismo que existe en la sociedad; y también acerca de la bondad natural de ese dato. Por otra parte, el ciudadano medio tiene, en general, asumido que la distribución de la carga de trabajo entre los jueces ha de hacerse conforme a criterios objetivos y no por razón del interés (subjetivo) suscitado por el caso.
El correcto funcionamiento de esa garantía de predeterminación demanda la también rigurosa aplicación de pautas del mismo tipo en la cobertura de las plazas del organigrama judicial. Es algo que está, en general, garantizado por el automatismo implícito en el criterio de antigüedad, cuando es éste el aplicable. Pero no en aquellos casos en los que se opera en régimen de discrecionalidad.
A pesar de los años de vigencia del artículo 9,3 de la Constitución, la arbitrariedad no ha sido
desplazada de ese delicadísimo ámbito. El Consejo General del Poder Judicial no se ha autolimitado en el ejercicio de esas facultades, objetivando criterios, proponiendo estándares de valoración de méritos, para ofrecer la imprescindible garantía de seguridad jurídica a los jueces y a la sociedad en la política de nombramientos judiciales. Ésta ha sido -sobre todo en algunos casos- verdadera política en sentido fuerte. Y no del Consejo, sino, en realidad, de los partidos representados en él. En particular del mayoritario, que, como se sabe, tiene atribuido de facto el poder de pre-designar al propio presidente de ese órgano.
La situación que se describe ha llevado a la paradoja de que, mientras los ciudadanos se someten civilizadamente al juez natural, cada partido político -por lo general-, cuando se trata de nombramientos discrecionales en altos órganos de la jurisdicción (y más si existen expectativas de banquillo), hace lo (im)posible, a través de su longa manu en el Consejo, para asegurar / excluir al candidato de su afecto / desafecto, en virtud de criterios que jamás se expresan y, a veces, contra toda razón que no sea la puramente ideológica. Al extremo de que, al cabo de tantos años de esa experiencia, aunque no se han hecho públicos los criterios de selección, todo el mundo sabe a qué atenerse.
Semejante modo de operar tenía por único escenario el del Consejo. Pero ahora podría haberse desplazado también a la Sala de Gobierno del Tribunal Supremo, en ocasión de la solicitud de integración en la Sala Segunda del ex presidente de la Audiencia Nacional, Clemente Auger. Éste pidió ser adscrito a aquélla -no precisamente la más cómoda, ni la menos comprometida- en razón de su preferente dedicación profesional e intelectual durante los últimos 20 años. Y lo hizo fiado en que, en su caso, se respetaría el precedente que ha prevalecido en todos los del mismo género de la etapa constitucional. Fiado en que se hallaba ante un criterio de adscripción reflexivamente asumido por razones de garantía de igualdad de trato y para evitar la incidencia de motivos de oportunidad.
Pero, contra lo esperado, no ha sido así. La Sala de Gobierno, en este supuesto, sin siquiera oír al interesado, dispuso su incorporación a la Sala de lo Civil, con el argumento de que también había practicado esa disciplina en una lejanísima etapa de su currículum judicial; y porque ese tribunal padece un conocido retraso en el despacho de los asuntos. El argumento, de puro formalismo insustancial, no se tiene en pie: la falta de experiencia actual en el ejercicio de una jurisdicción -que además ha sufrido sensibles reformas legales y jurisprudenciales en los últimos tiempos- resulta así convertida en increíble criterio habilitante de especialización. Por otra parte, la Sala Penal del Tribunal Supremo tampoco es que esté al día en el tratamiento de los asuntos.
Como en el caso del contenido de los sueños, la decisión parece haber contado con dos planos de motivación. Uno de carácter manifiesto, al que se acaba de aludir. Y otro latente, sobre el que, por fortuna, informó enseguida ABC, presumiblemente bien informado. Auger no sería destinado a la Sala Segunda por la razón -bien poco jurídica- de que con su presencia se vería reforzado un determinado sector de la misma, en perjuicio de cierta correlación de fuerzas que al partido hoy hegemónico en el actual Consejo le interesa preservar. 'Blanco y en botella', que diría un castizo.
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