(...) se multiplican los asustados, y los asustados pueden ser más peligrosos que el peligro que los asusta." Eduardo Galeano, Patas arriba: la escuela del mundo al revés, Siglo XXI, Madrid, 1998. Pág. 115.
Quisiera detenerme en los difundidos rumores en la actualidad sobre la existencia de grupos de exterminio como una exacerbación de los ánimos punitivos frente al fenómeno de la inseguridad actual, por la vía extrema de la violencia ilegal. Una reacción social de este tipo es, hasta cierto punto, previsible en un contexto como en el que vivimos, pero lo comprensible del asunto no implica la justificación de sus consecuencias.
Con el tema de los grupos de exterminio hay que ir con cuidado, separando el trigo de la paja: en el pasado, organismos de derechos humanos como FESPAD o Tutela Legal del Arzobispado, denunciaron y documentaron la existencia de ejecuciones sumarias en contra de presuntos delincuentes o pandilleros, las que podrían haber sido ejecutadas por grupos de exterminio, ciudadanos particulares o miembros de instituciones estatales, en las cuales se denunciaba la poca o nula investigación oficial. La actitud de estos organismos fue de rechazo a dichas prácticas criminales y de exigencia de justicia para sus víctimas, así como de denuncia de la negligente o nula atención gubernamental.
Sin embargo, ahora el tema es retomado por diversos medios de comunicación en un contexto completamente diferente: las dos masacres de jóvenes registradas (Suchitoto y Tonacatepeque) a diferencia del contexto previo, sí tienen una investigación oficial en curso en la que se han desplegado unidades especializadas tanto de la PNC como de la Fiscalía, por lo que no se puede señalar inacción del estado. Dichas investigaciones muestran algunas pistas que no conducen, necesariamente, por el momento, a la hipótesis de los grupos de exterminio para ambos casos, aun y cuando, debido al nivel de avance de las investigaciones, no sea descartable.
En el caso de Suchitoto, dos de los jóvenes asesinados tenían antecedentes pandilleriles, lo que podría dar paso al móvil de un ataque rival o de un grupo de exterminio. El ataque de otra pandilla parece tener más sustento. En el caso de Tonacatepeque, ninguno de los asesinados ni heridos tiene antecedentes de ese tipo, lo que pone en duda la hipótesis relativa a un grupo de exterminio de delincuentes.
Pese a la falta de certeza, hasta el momento, de los móviles de ambos casos, diversos medios de comunicación han desatado, con mucha ligereza, una ola de especulaciones orientadas a favorecer la hipótesis del grupo de exterminio para provocar su colocación en la agenda informativa. El enfoque actual tiene, desde mi perspectiva, más morbo mediático que una exigencia seria de justicia. Lo anterior, puede tener consecuencias lamentables, pues contribuye a mantener y aumentar el clima de inestabilidad e inseguridad subjetiva de la población, aumentando su ansiedad y estrés, forjando la imagen que se ha llegado a una situación límite en la que rigen las leyes de la selva y que corra cada quien por su vida. Algunos “analistas” o presentadores de noticias filtran en sus intervenciones –con dramatismo e ignorancia- la categoría “estado fallido” refiriéndose a la situación del país.
En resumen, no se trata aquí sobre aceptar o rechazar la hipótesis sobre la existencia de grupos de exterminio, sino que antes, debe verificarse la calidad de la información disponible, el enfoque que se le da, las reacciones y consecuencias que estimula.
Contribuir al incremento de la sensación de inseguridad tiene consecuencias en el análisis de riesgo de país, tan importante para algunos sectores económicos empresariales para poder ser competitivos y para la atracción de inversión extranjera. También al devaluar la confianza en las instituciones, se atenta contra la eficacia de las mismas al no contar éstas con respaldo social.
Basta leer las secciones de comentarios de los lectores en diferentes medios escritos por Internet y se encuentran abundantes posiciones a favor de este tipo de respuestas violentas y criminales a la inseguridad. En esto, los medios de comunicación tienen una tremenda responsabilidad ética: en nombre de la libertad de expresión pueden terminar convirtiéndose en plataformas o espacios para la promoción de actividades delictivas mediante la instigación y apología del delito que se genera en sus secciones de comentarios por los énfasis de sus agendas informativas. Lejos de contribuir a promover la paz, promueven, por acción u omisión, la violencia.
El punto no es esconder los cadáveres bajo la alfombra. Debe haber un equilibrio entre la libertad de expresión, la libertad de prensa y las necesidades sociales de contención de la inseguridad. Los medios deben seguir jugando su papel contralor y de exigencia frente a las autoridades y deben proporcionar a la población, con objetividad, la mejor calidad de información posible para un debate ciudadano abierto y fundamentado sobre la cuestión de la inseguridad. Si se magnifican rumores y se promueve el alarmismo, todos perdemos.
El efecto más peligroso e inmediato de estos manejos informativos, es el estímulo de este tipo de respuestas violentas a la inseguridad. La generación de un contexto de incertidumbre y la insistente presencia del tema de los grupos de exterminio en los medios, puede llevar a que ciudadanos opten por realizar este tipo de actividades, o que quienes se sientan amenazados por estas acciones, opten por un incremento de la violencia como respuesta.
Hay otros datos que merecen atención: en los últimos días, han circulado diversos correos electrónicos calzados por supuestas organizaciones dedicadas al exterminio de delincuentes (Fuerza Anti Delictiva Organizada Civil Armada, FADOCA; otra llamada Calle Negra) así como también hojas volantes que anuncian la existencia y actividad de estas agrupaciones distribuidas en diferentes municipios del país durante el fin de semana (Soyapango, Ciudad Delgado, Olocuilta)
La concentración temporal de estas comunicaciones y la variedad de agrupaciones que se anuncian, lejos de hacer creíble la cuestión como algo espontáneo, terminan generando la sospecha de que existiría una iniciativa específica y planificada, como un recurso ingenuo para intimidar a otros actores violentos, o, en el peor de los casos, para genera incertidumbre y miedo en la población y desafiar o devaluar los anuncios gubernamentales en materia de seguridad.
Si en un dado caso, se verificara la actividad de estos grupos, es necesario plantear una reflexión sobre las consecuencias de su existencia. Algunas de estas prácticas tienen reconocimiento social por parte de algunos sectores conservadores y populares. “Muerto el perro, se acaba la rabia” piensan. No consideran la espiral de respuestas violentas que ello puede acarrear.
Esta percepción, originada en la desesperación de la ciudadanía, pero también en arraigadas visiones autoritarias, se derrumba cuando grupos de estos supuestos “justicieros”, altruistas perversos, se revelan como lo que son: grupos criminales que más que hacer un favor a los demás, operan por intereses propios como, por ejemplo, la eliminación de la competencia y regulación del mercado criminal. Estos grupos, eventualmente se vuelven en contra de quienes en principio les apoyan. La experiencia de los justicieros en diversas ciudades de Brasil o las acciones de los paramilitares en Colombia o Guatemala, que terminan sometiendo y gobernando las comunidades donde operan, son dramáticos ejemplos de esto.
Estas prácticas generan un ambiente de mayor violencia, impunidad y corrupción que debilitan aún más las capacidades del estado de servir a la población en el respeto y garantía de sus derechos y solamente fortalece a poderes subterráneos y fácticos, como el crimen organizado, lo que claramente atenta contra la democracia, el Estado de Derecho y la seguridad de los habitantes.
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