Un supuesto sentido común -muy distorsionado, por cierto- sumado a la falta de originalidad, han llevado a revivir y dar vigencia, con mucha fuerza, un difundido discurso punitivo a ultranza como alternativa frente a la situación de la inseguridad. Tal como lo dije en el post previo: aunque comprensible por el contexto, no es justificable en sus propuestas y consecuencias.
Los discursos histéricos más peligrosos son los que llaman a la creación de grupos de exterminio o a la toma de justicia por mano propia, pasando por la búsqueda de caudillos autoritarios que “solucionen” el problema. Los más recatados piden la eliminación u omisión de los estándares normativos de derechos humanos, como obstáculo para la eficacia en las labores de la seguridad pública y la justicia penal, así como el endurecimiento de las normativas penales.
Vamos a esto último: recientemente, diversos actores sociales se han dado a la plausible tarea de elaborar propuestas en materia de seguridad pública como versiones alternativas al plan gubernamental. Diputados de la Asamblea Legislativa y otros actores políticos también se han puesto a ello. Sus propuestas se orientan a impulsar reformas legales de endurecimiento penal, aumento de penas, restricciones de libertad, criminalización de agrupaciones pandilleriles, etc. En resumen, populismo punitivo.
Lo que estos actores parecen no recordar es que todo eso ya se hizo, por obra y gracia de ellos mismos y lejos de solucionar el problema, se creó un nudo gordiano de difícil resolución: el ánimo punitivo no solucionó ni redujo la violencia, por el contrario, la complejizó, saturó las cárceles de personas y ahora, el sistema penitenciario se ha convertido en un problema de seguridad pública: según fuentes policiales, el 80% de las extorsiones salen desde esos establecimientos y según las mismas fuentes, los ingresos en circulación de las mismas llegan a contarse por millones de dólares.
La devaluación de la cárcel por la hiperpenalización de conductas y la falta de mecanismos de regulación del crecimiento penitenciario no son sostenibles ni en términos de seguridad ni en términos presupuestarios. Si la tendencia de crecimiento penitenciario continua, al fines de 2010 habría 25 mil adultos privados de libertad, agravando las posibilidades de manejo de este conflictivo campo de la justicia penal. A este ritmo de crecimiento habría que invertir con periodicidad millones de dólares en construcción de nuevas cárceles y en alimentación de privados de libertad.
Tras una serie de hechos violentos de gran resonancia social que han involucrado a menores de edad. Los diputados han lanzado un peligroso anuncio al aprobar un decreto por el cual se aumentaría la penalidad máxima de internamiento para los menores de edad en conflicto con la ley penal de 7 a 15 años, para los mayores de 16 años. El diputado Guillermo Gallegos se quejaba en el noticiero que lo ideal es que fuesen 30, 40 años o para siempre, pero que no se puede por respeto a tratados de derechos humanos.
Es importante destacar que esta reforma apenas llevó una semana como propuesta en la Asamblea Legislativa y se aprobó sin mayor consulta con otros actores. También debo decir que la sociedad civil no reaccionó de manera oportuna ante la propuesta, generando un margen de permisibilidad para la decisión legislativa, en un cuerpo normativo que, a diferencia de la legislación penal para adultos con cientos de reformas, había soportado con entereza otras iniciativas de endurecimiento.
Los argumentos para dicha reforma han sido, como se dijo, la participación de los menores de edad en hechos violentos y la necesidad de enviar un mensaje que desaliente dichos ánimos criminales. Otros apelan desde los juicios morales contra la crueldad innata de estos jóvenes sin salvación. El absurdo elevado a la categoría de sentido común o –como diría Wacquant- sensatez penal. Ahora resulta que, vuelven a tomar del cajón de las ocurrencias, la empolvada idea de leer la Biblia en las escuelas por decreto, de la que, incluso, la mismísima Iglesia católica se ha desmarcado en su momento.
Todo esto ya lo hemos oído. Otros, los detractores, salen al ruedo a señalar el origen social de la violencia, que las penas por sí solas son inútiles si no hay investigación efectiva ni instituciones de seguridad y justicia fortalecidas, que se agravará la situación del sistema, etc.
Es como si el “debate” se repitiera una y otra vez. Lamentablemente, en la política, particularmente en el ámbito legislativo, existe una competencia por figurar y lograr réditos, muchas veces, sobre la base de la ocurrencia fácil y a la ligera. Lo triste del asunto es que vendan la idea como el nuevo traje del rey y muchos crédulos la sigan. Otros ven la desnudez del rey, pero callan para evitar pasar un bochorno.
En cualquier organización seria, los debates agotados deberían archivarse y proponer unos nuevos. No reciclar viejas ideas una y otra vez, sobre todo, si éstas ya demostraron en la práctica sus limitados alcances y sus efectos perversos, complejizando el problema que dicen abordar.
Y aunque resulte un tanto agobiante tener que repetir los argumentos contra medidas como el aumento de penas a menores de edad, los señores y señoras diputados sostienen que con esta medida disuadirán a los menores de edad de cometer hechos ilícitos.
Contra eso, solo quisiera señalar la ingenuidad o ignorancia manifiesta de ese argumento, pues obvia el dato de que, en general, en las estadísticas de la clientela del sistema penal, los menores de edad regularmente oscilan entre un 5 -10% del total de casos delictivos registrado oficialmente. Por otro lado, la violencia pandilleril en particular, no se limita a menores de edad, y éstos son la última escala de la cadena en un contexto en el que la violencia juega un papel fundamental para la manutención de la disciplina. Es decir, se agravan las penas para el más chiquito.
Poco o nada dicen los impulsores de esta reforma sobre la manipulación o coacción de adultos sobre estos menores para cometer hechos delictivos o sobre la forma de intervenir en la salud mental de estos adolescentes que han participado en graves hechos de violencia.
Quien olvida la historia está condenado a cometer los mismos errores y, al aumentar la penalidad y restringir las posibilidades de salida de los menores en internamiento, lo que se hace es aumentar el resentimiento y la posibilidad de tener personas sin una inserción adecuada, lo que conlleva a generar recurso humano para el crimen.
El Presidente Funes lamentó que para dicha decisión no se consultara a su gabinete de seguridad. La Secretaria de Inclusión social también lamentó la falta de debate de esta medida y el Director del Instituto Salvadoreño de la Niñez y Adolescencia, señaló lo inadecuado del control penal como alternativa para tratar el fenómeno de jóvenes en violencia. Ahora la pelota está en la cancha del ejecutivo, a la espera de que éste sancione, vete u observe el decreto. El Presidente ha anunciado la conformación de una comisión especial para analizarlo, de la cual estaremos pendientes en los próximos días.
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