Resulta preocupante que el proyecto de Código Procesal Penal transforma el esquema de competencias judiciales actuales, reduciendo a su mínima expresión la participación de los jueces de paz, trasladando el conocimiento de los casos directamente a los “jueces de la etapa preparatoria” forma en cómo se denominaría a los actuales jueces de instrucción.
El modelo de competencias actuales –aun de los defectos de distribución territorial y de cargas de litigación entre las diferentes unidades jurisdiccionales que han sido previamente diagnosticadas y documentadas- ha facilitado en alguna medida el acceso a la justicia, en tanto, hay una representación judicial en cada municipio del país, no así de los juzgados de instrucción o mixtos, generalmente concentrados en las principales ciudades y en zonas urbanas. Adicionalmente, los juzgados de paz evacuan una significativa proporción de casos mediante la aplicación inmediata de facultades de terminación ordinaria o alterna.
Sobre lo anterior, los defensores del proyecto –alegando razones de economía– se adscriben a la idea de eliminar el número de jueces que conocen de los procesos penales, recurriendo a algo que a mi forma de ver es un sofisma –bastante burdo, por cierto–: alegan que es un despilfarro que un proceso sea conocido por cinco jueces: el de paz, el de instrucción y tres de sentencia. Lo burdo y superficial de este planteamiento le resta seriedad alguna como propuesta de política pública.
La mentira de tal sofisma reside en el hecho de considerar que todos o la mayor parte de los procesos penales siguen la ruta de un proceso ordinario, es decir, desde la Audiencia Inicial en juzgado de Paz, hasta la Vista Pública en el Tribunal de Sentencia actuando de manera colegiada. Nada más alejado de la realidad: los procesos ordinarios son una minoría que no supera el 7% del total de casos originalmente judicializados. Casi un 60% de los casos se resuelven en Audiencia Inicial y el resto, durante la instrucción o en la Audiencia Preliminar.
No soy un experto económico, por ello, la sensatez me indica que la reducción de costos en la administración de justicia debería venir respaldada del consejo experto de econometristas de procesos, ingenieros industriales y evidencia empírica de estadísticas, antes que de burdas ocurrencias.
Mi experiencia, si para algo cuenta y vale, me ha mostrado que la mejora de los tiempos y eficiencia de los procesos tiene que ver con abordajes institucionales de reorganización administrativa, adopción de economías a escala en la gestión judicial, la ruptura del modelo celular de despacho judicial, por la implementación de juzgados pluripersonales, más que con transformaciones normativas per se.
Lo que sí es cierto, es que en la medida que el proceso cuente con salidas alternas, la cantidad de tiempo de conocimiento judicial puede reducirse, y son los mismos que han propiciado el cierre de salidas alternas y la conversión del proceso penal en un embudo, quienes ahora piden respuestas económicas.
Sobre esto hay algunos elementos que valorar: se pone en evidencia una de las debilidades de la independencia judicial orgánica: la posibilidad de injerencia del Ejecutivo y el Legislativo en el diseño orgánico del Judicial. Mientras que el Ejecutivo se autogestiona con su Reglamento Interior y lo mismo hace el Legislativo mediante su Reglamento Interno, la Ley Orgánica Judicial que rige el diseño interno de ese Órgano de gobierno, puede ser modificado por el ejercicio de iniciativa de ley de Ejecutivo y el Legislativo, tal como se puede visibilizar a partir de las transformaciones propuestas por el proyecto de CPP. (Abro paréntesis: existe una sentencia en un proceso de inconstitucionalidad sobre la Ley de Casación, en la cual, la Sala de lo Constitucional abre la puerta para estas circunstancias, entregando su margen de independencia y su control de la política procesal y judicial)
En buena medida, las críticas anteriores se orientan a la necesidad de rigurosidad y coherencia en las propuestas de políticas públicas de trascendencia. El Órgano Judicial gestionó un préstamo de algo más de US$18 millones, ante el Banco Mundial para echar a andar un Proyecto de Modernización Judicial, el cual incluye un proceso de recomposición administrativa y territorial mediante la contratación de servicios técnicos especializados e inversiones en infraestructura para tal fin. La propuesta de reforma de la justicia penal actual, pasa por encima de este proyecto, mostrando así no solo su incoherencia respecto de otras políticas públicas, sino su raigambre autoritaria.
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