Por Edgardo A. Amaya Cóbar
El ejecutivo nos viene dando cada vez mayores evidencias sobre su inacabable catalogo de ocurrencias en materia político criminal, las que oportunamente aparecen al momento que la anterior se agotó, tal como sucede ahora con la Comisión Nacional de Seguridad Ciudadana y Paz Social, que agoniza de cansancio y soledad.
Vale recordar que dicha comisión surgió como as bajo la manga en el momento en que la opinión pública, la opinión publicada y el embajador de los Estados Unidos en El Salvador coincidían en que la situación de la violencia y criminalidad se había ido de las manos y que el gobierno no tenía un enfoque de intervenciones claras y coherentes frente la situación. Como lo temimos en su momento, a pesar de los loables esfuerzos de sus miembros por impulsar formas alternativas y sistemáticas de abordaje de la violencia y criminalidad, ésta rápidamente perdió espacio cuando la presión sobre el gobierno disminuyó –gracias a la iniciativa de meter los cadáveres bajo la alfombra–, es decir, su utilidad real fue convertirse en un pararrayos.
La otra jugada gubernamental fue la Ley contra el crimen organizado y delitos de realización compleja y sus súper tribunales, los cuales, a días de su instalación empezaron ha hacer aguas al darse cuenta que, gracias a la generosa amplitud de la concepción de crimen organizado, eran candidatos a conocer delitos pasionales, riñas de ebrios y otros cotidianos y frecuentes sucesos que llenarían su agenda. A lo que se debe sumar el súbito incremento de conflictos de competencias entre tribunales “ordinarios” y “especializados”, tirándose mutuamente la pelota de los casos, la cual saltaba para estallar en la Sala de lo Penal, en las manos del más animoso impulsor de esta legislación.
Este día, un matutino da cuenta del nuevo impulso gubernamental a la creación de un nuevo código procesal penal (del que ya habría un texto elaborado), el cual, dentro de sus eventuales innovaciones tendría el retiro del conocimiento jurisdiccional de los juzgados de paz en materia penal. Vayamos por partes: la legislación penal actual, luego de las múltiples y sucesivas reformas –la mayoría de ellas improvisadas y arbitrarias– vendría a ser una especie de Frankenstein, un monstruo hecho de injertos, pero la iniciativa gubernamental detrás de la excusa de “ordenar”, no oculta sus abiertas intenciones de volver permanente su agenda de endurecimiento penal, devaluación de garantías judiciales y penetrar el funcionamiento de las otras instituciones encargadas de la aplicación de la ley. Mejor Frankenstein que el Lobo Feroz.
Pero esta situación no se limita a esta suerte de cinismo oficial, sino que muestra una preocupante ligereza que parece no considerar los costos económicos y prácticos de un proceso de reforma de las dimensiones propuestas. Si se elimina el conocimiento por juzgados de paz, entonces ¿se ampliará el número de juzgados de instrucción para mantener el acceso a la justicia? ¿Cuánto costará esto? ¿Podrán los juzgados de instrucción absorber la carga que por hoy, los juzgados de paz evacuan? ¿Qué impacto tendría esto en los juzgados de sentencia? ¿Se capacitará a los operadores? ¿Por cuánto tiempo?
De todo lo que hemos dicho, lo que queda a la vista es que para el gobierno, la culpa, siempre es de los otros, nunca propia. Y se dedica a lanzar reformas legales en campos que no son de su competencia inmediata –con ánimo de manipular el poder judicial–, mientras que en las propias oculta estadísticas y no se ven acciones de modernización y desarrollo institucional, ni asume su responsabilidad por la inexistencia de una política de seguridad integral. “No se oye, padre” dirán. “Candil de la calle, oscuridad de tu casa” respondemos.
Vemos como tenemos un poder ejecutivo que manda legislar de determinada forma y que además también quiere definir la forma de juzgar, lo cual obviamente pretende devaluar el sistema de pesos y contrapesos, con el equivalente efecto en la calidad de la institucionalidad, lo cual, nos perjudica a todos.