22 de agosto de 2014

El veto presidencial a la reforma de la legítima defensa

El 20 de agosto, el Presidente de la República vetó la reforma al artículo 331 del Código Procesal Penal que establecía la posibilidad de que una persona acusada de homicidio o lesiones cometidos en legítima defensa, fuese procesada en libertad, evitando la obligatoriedad de la detención provisional para estos casos, según la ley actual. El veto se declaró por inconveniente y en sus argumentos, el Presidente manifiesta que ya existe legislación que regula la materia por lo que la reforma resulta innecesaria.

Rápidamente, los medios afines a la derecha política, por ignorancia o por segundas intenciones, han presentado esta decisión como contraria a los intereses de la ciudadanía indefensa. Nada más falaz y malintencionado.

En esta discusión hay dos caras, la técnica y la política. Una cosa era la reforma en sí y sus eventuales efectos procesales, y otra, la forma en cómo se vendió: como una licencia para matar con impunidad. Esto también era falso, pero servía para movilizar simpatías de un electorado inclinado por medidas de endurecimiento penal como solución inmediata a la inseguridad, al tiempo que creaba un trampa: si la reforma prosperaba, el rédito era para sus propulsores, si la reforma era vetada, sus proponentes también saldrían gananciosos al ponerse como los defensores de la ciudadanía, impedidos en su heroica labor por la incomprensión del gobierno.

En el plano técnico, la legislación actualmente establece que cuando sea probado que una persona actuó en legítima defensa, debe ser sobreseída, es decir, puesta en libertad inmediatamente y finalizar el proceso en su contra. En la práctica, cuando ocurren situaciones como las que comentamos, la misma Fiscalía General de la República, a través de sus agentes auxiliares, solicita la liberación de las personas y el fin del proceso. El problema radica muchas veces en la debilidad de la investigación criminal o en una pobre defensa penal que no permite la activación de este mecanismo, pero eso no es un problema de la ley, sino de su implementación.

La reforma en cierta manera resultaba contradictoria con las disposiciones actuales, pues proponía –en términos ambiguos- que en caso de “indicios suficientes para considerar que se dan los presupuestos” de la legítima defensa, el juez procedería a dictar medidas sustitutivas a la detención provisional (no la libertad, ni la finalización del proceso) Al parecer, la innovación que introducía era que en caso de un sospechoso que alegara una dudosa legítima defensa, éste pudiese continuar siendo investigado y procesado en libertad, abriendo la peligrosa oportunidad para que verdaderos homicidas, pudiesen, en el peor de los casos, salir a entorpecer las investigaciones, amendrentar víctimas y testigos o huir.

Los diputados que la propusieron dicen sentirse afectados por las personas que van obligatoriamente a detención provisional cuando solamente se han defendido de agresiones, pero no reconocen su responsabilidad cuando quitaron el criterio a los jueces de decidir cuándo es oportuno aplicar la detención provisional, dejándola obligatoria para los casos como el homicidio y lesiones. Esa regulación es violatoria de los tratados internacionales de Derechos Humanos, y por tanto, los jueces, en muchas ocasiones, han aplicado directamente estos para evitar que una persona vaya injustificadamente a detención provisional.
Lamentablemente, la campaña política de cara al 2015 ya empezó de manera no oficial y muchos políticos tratan de apuntalar su imagen generando polémica y asumiendo papel de redentores o víctimas. El Presidente no está en campaña y, por tanto, debe mantener la cabeza fría y no dejarse llevar por lógica oportunistas, aun y cuando, ello acarrea el riesgo de ser maliciosamente interpretado por sectores de la oposición política y medios afines, generando un clima insano de incertidumbre en la ciudadanía con informaciones erróneas o claramente falaces.

La inseguridad  y las necesidades de justicia de la ciudadanía no son un juego, son problemas serios del país, por lo que resulta necesario plantear propuestas serias basadas en análisis fríos y no en exabruptos emocionales o en propuestas altisonantes pero sin contenido o sin análisis de sus eventuales consecuencias, solo para atraer votos.

Nota relacionada: "La ley de defensa personal: populismo barato" 

19 de agosto de 2014

La niñez migrante y los disturbios de Ferguson

Edgardo Amaya (*) | Publicada el domingo, 17 Agosto 2014 en ContraPunto

Ambos fenómenos, tienen en común, ser parte de la actualidad noticiosa y de suscitarse en territorio estadounidense, sin embargo, las relaciones entre ellos que interesan para los efectos de este artículo son menos evidentes e intentaré explicitarlas en los siguientes párrafos.

Recientemente, diversos periodistas y académicos interesados en la violencia en El Salvador en general y en la crisis de la niñez migrante por causa de la violencia en los centros de detención migratoria en los Estados Unidos, en particular, han puesto su atención sobre el papel e influencia de ese país respecto de lo que sucede actualmente en nuestro territorio.

El enfoque ha ido principalmente orientado hacia cómo las políticas de deportación masiva desde 1990 dieron paso y alimentaron el crecimiento de la pandillas y su violencia en El Salvador y la región. Esta hipótesis es cierta, pero insuficiente para explicar todo lo que sucede. Adicionalmente hay que considerar que el gobierno estadounidense, además transfirió al gobierno salvadoreño y otros de la región, sus “tecnologías” para el control de las pandillas desde la exclusiva óptica de las fuerzas de seguridad y la justicia penal, las cuales fueron tropicalizadas de manera casi acrítica. En menor medida, también hizo esfuerzos –a través de la cooperación- por impulsar iniciativas de prevención de la violencia juvenil, pero limitada por el contexto predominantemente orientado a la represión de la delincuencia.

En la relación entre Estados Unidos y la región, se ignoró o invisibilizó el contexto y las raíces sociales de la violencia y el pandillerismo, en consecuencia, los resultados fueron similares, generando un nuevo fenómeno: las pandillas callejeras transnacionales. Al evolucionar y desarrollarse más este fenómeno social, generó una especie de paradoja: mientras que la deportación fue una respuesta para contener la inmigración ilegal y el crimen, al final, alimentaron el problema de la violencia en los países de retorno, que en la actualidad, es una de las causas que impulsan a la gente a migrar, como lo evidencia la actual crisis de la niñez en los centros de migrantes de la frontera estadounidense.

Las malas imitaciones de las tendencias de control del delito estadounidense, mezcladas con las idiosincrasias locales dieron paso a discursos y acciones de populismo punitivo en la región y se comenzó a hablar de Cero Tolerancia, al estilo neoyorquino, lo que se tradujo en diversos campos de diferentes maneras tales como: mano dura, endurecimiento penal, militarización de la seguridad pública, en algunos casos, con graves consecuencias para la gobernabilidad, el Estado de Derecho, los derechos humanos de la población, la democracia y la seguridad misma de los países cuando los efectos no deseados de esas políticas se volvieron en contra de ellos.

Pero en lo que respecta a los Estados Unidos, los disturbios de Ferguson -a raíz de la muerte de un joven afroamericano, a manos de un policía- y la respuesta policial a las protestas, han puesto en la agenda de ese país la discusión sobre la excesiva militarización de sus fuerzas policiales, que se ha reflejado particularmente en las tácticas y equipos utilizados en estos acontecimientos –heredados de la Secretaría de Defensa-, que derivan de una concepción de tipo belicista en la gestión de la violencia y el crimen, especialmente, en comunidades segregadas. No sería improbable pensar que esta noción de modelo policial se encuentre imbíbita en la cooperación policial de ese país.

Cómo lo explican Young y Lea en su libro “¿Qué hacer con la ley y el orden?” una policía militar o militarizada no se refiere necesariamente a una sometida a autoridades militares o vinculada orgánicamente a fuerzas armadas, sino que es aquella que adopta un enfoque belicista que traza posiciones amigo-enemigo y una actitud de “combate” frente al crimen y los criminales. Este enfoque, aleja a la policía de la comunidad y esa distancia se agrava debido a que necesita salir a buscar obtener información para realizar su trabajo. A diferencia de una policía civil, que obtiene cotidianamente flujos de información desde la misma comunidad, la policía militarizada necesita ir, interrogar, cachear y muchas veces, confrontar con ciudadanos para obtenerla, lo cual, deteriora las relaciones y la aleja de la comunidad, lo que, en el peor de los casos, podría generar hostilidad.

Esta es también una realidad en la región centroamericana, donde la concepción de “combate” a la delincuencia, no solo fue un slogan para discursos políticos sino que reflejaba esa gestión de tipo belicista que hemos mencionado antes, a través de planes de mano dura y la incorporación del ejército a tareas de seguridad pública, en mayor o menor medida, en los países del Triángulo Norte de Centroamérica.

En este sentido, no solo la violencia en las comunidades es un problema en sí mismo, a éste se agrega la forma en cómo el Estado responde ante la misma y las consecuencias que ello tiene para sus habitantes, en materia de derechos humanos, así como de exclusión social a través de la estigmatización de su comunidad y la falta de alternativas para su protección. La apuesta por la mano dura, cero tolerancia o la militarización de la seguridad pública, como lo vemos, no contribuyeron a mejorar la situación, sino lo contrario.

No obstante lo anterior, también se deben reconocer los esfuerzos por cambiar las realidades que venimos mencionando. Por un lado, la centralidad otorgada al modelo de policía comunitaria por el gobierno salvadoreño, es un gesto que busca renovar las relaciones con la población en los territorios e impulsar una nueva forma de gestionar la violencia y el delito, en el marco de una estrategia más amplia que incorpore la prevención de la violencia de manera central.

Adicionalmente, desde el año 2009, la cooperación estadounidense hacia la región ha venido cambiando. El Asocio para el Crecimiento, así como la Iniciativa Regional de Seguridad para Centroamérica (CARSI, por sus siglas en inglés) también hacen énfasis sustantivos importantes en el desarrollo de programas de prevención u orientados a la inserción socioeconómica de jóvenes, lo que indica un giro o un cambio de acento respecto de años previos.

En conclusión, la colocación de este debate en la agenda norteamericana y global puede ser una oportunidad para discutir, reformular y reenfocar las relaciones regionales en materia de seguridad, el contenido y el sentido de la cooperación para la misma.


(*) Columnista de Contra-Punto, @amaya_ed