Edgardo Amaya (*) | Publicada el domingo, 17 Agosto 2014 en ContraPunto
Ambos fenómenos, tienen en común, ser parte de la actualidad noticiosa y de suscitarse en territorio estadounidense, sin embargo, las relaciones entre ellos que interesan para los efectos de este artículo son menos evidentes e intentaré explicitarlas en los siguientes párrafos.
Recientemente, diversos periodistas y académicos interesados en la violencia en El Salvador en general y en la crisis de la niñez migrante por causa de la violencia en los centros de detención migratoria en los Estados Unidos, en particular, han puesto su atención sobre el papel e influencia de ese país respecto de lo que sucede actualmente en nuestro territorio.
El enfoque ha ido principalmente orientado hacia cómo las políticas de deportación masiva desde 1990 dieron paso y alimentaron el crecimiento de la pandillas y su violencia en El Salvador y la región. Esta hipótesis es cierta, pero insuficiente para explicar todo lo que sucede. Adicionalmente hay que considerar que el gobierno estadounidense, además transfirió al gobierno salvadoreño y otros de la región, sus “tecnologías” para el control de las pandillas desde la exclusiva óptica de las fuerzas de seguridad y la justicia penal, las cuales fueron tropicalizadas de manera casi acrítica. En menor medida, también hizo esfuerzos –a través de la cooperación- por impulsar iniciativas de prevención de la violencia juvenil, pero limitada por el contexto predominantemente orientado a la represión de la delincuencia.
En la relación entre Estados Unidos y la región, se ignoró o invisibilizó el contexto y las raíces sociales de la violencia y el pandillerismo, en consecuencia, los resultados fueron similares, generando un nuevo fenómeno: las pandillas callejeras transnacionales. Al evolucionar y desarrollarse más este fenómeno social, generó una especie de paradoja: mientras que la deportación fue una respuesta para contener la inmigración ilegal y el crimen, al final, alimentaron el problema de la violencia en los países de retorno, que en la actualidad, es una de las causas que impulsan a la gente a migrar, como lo evidencia la actual crisis de la niñez en los centros de migrantes de la frontera estadounidense.
Las malas imitaciones de las tendencias de control del delito estadounidense, mezcladas con las idiosincrasias locales dieron paso a discursos y acciones de populismo punitivo en la región y se comenzó a hablar de Cero Tolerancia, al estilo neoyorquino, lo que se tradujo en diversos campos de diferentes maneras tales como: mano dura, endurecimiento penal, militarización de la seguridad pública, en algunos casos, con graves consecuencias para la gobernabilidad, el Estado de Derecho, los derechos humanos de la población, la democracia y la seguridad misma de los países cuando los efectos no deseados de esas políticas se volvieron en contra de ellos.
Pero en lo que respecta a los Estados Unidos, los disturbios de Ferguson -a raíz de la muerte de un joven afroamericano, a manos de un policía- y la respuesta policial a las protestas, han puesto en la agenda de ese país la discusión sobre la excesiva militarización de sus fuerzas policiales, que se ha reflejado particularmente en las tácticas y equipos utilizados en estos acontecimientos –heredados de la Secretaría de Defensa-, que derivan de una concepción de tipo belicista en la gestión de la violencia y el crimen, especialmente, en comunidades segregadas. No sería improbable pensar que esta noción de modelo policial se encuentre imbíbita en la cooperación policial de ese país.
Cómo lo explican Young y Lea en su libro “¿Qué hacer con la ley y el orden?” una policía militar o militarizada no se refiere necesariamente a una sometida a autoridades militares o vinculada orgánicamente a fuerzas armadas, sino que es aquella que adopta un enfoque belicista que traza posiciones amigo-enemigo y una actitud de “combate” frente al crimen y los criminales. Este enfoque, aleja a la policía de la comunidad y esa distancia se agrava debido a que necesita salir a buscar obtener información para realizar su trabajo. A diferencia de una policía civil, que obtiene cotidianamente flujos de información desde la misma comunidad, la policía militarizada necesita ir, interrogar, cachear y muchas veces, confrontar con ciudadanos para obtenerla, lo cual, deteriora las relaciones y la aleja de la comunidad, lo que, en el peor de los casos, podría generar hostilidad.
Esta es también una realidad en la región centroamericana, donde la concepción de “combate” a la delincuencia, no solo fue un slogan para discursos políticos sino que reflejaba esa gestión de tipo belicista que hemos mencionado antes, a través de planes de mano dura y la incorporación del ejército a tareas de seguridad pública, en mayor o menor medida, en los países del Triángulo Norte de Centroamérica.
En este sentido, no solo la violencia en las comunidades es un problema en sí mismo, a éste se agrega la forma en cómo el Estado responde ante la misma y las consecuencias que ello tiene para sus habitantes, en materia de derechos humanos, así como de exclusión social a través de la estigmatización de su comunidad y la falta de alternativas para su protección. La apuesta por la mano dura, cero tolerancia o la militarización de la seguridad pública, como lo vemos, no contribuyeron a mejorar la situación, sino lo contrario.
No obstante lo anterior, también se deben reconocer los esfuerzos por cambiar las realidades que venimos mencionando. Por un lado, la centralidad otorgada al modelo de policía comunitaria por el gobierno salvadoreño, es un gesto que busca renovar las relaciones con la población en los territorios e impulsar una nueva forma de gestionar la violencia y el delito, en el marco de una estrategia más amplia que incorpore la prevención de la violencia de manera central.
Adicionalmente, desde el año 2009, la cooperación estadounidense hacia la región ha venido cambiando. El Asocio para el Crecimiento, así como la Iniciativa Regional de Seguridad para Centroamérica (CARSI, por sus siglas en inglés) también hacen énfasis sustantivos importantes en el desarrollo de programas de prevención u orientados a la inserción socioeconómica de jóvenes, lo que indica un giro o un cambio de acento respecto de años previos.
En conclusión, la colocación de este debate en la agenda norteamericana y global puede ser una oportunidad para discutir, reformular y reenfocar las relaciones regionales en materia de seguridad, el contenido y el sentido de la cooperación para la misma.
(*) Columnista de Contra-Punto, @amaya_ed
Ambos fenómenos, tienen en común, ser parte de la actualidad noticiosa y de suscitarse en territorio estadounidense, sin embargo, las relaciones entre ellos que interesan para los efectos de este artículo son menos evidentes e intentaré explicitarlas en los siguientes párrafos.
Recientemente, diversos periodistas y académicos interesados en la violencia en El Salvador en general y en la crisis de la niñez migrante por causa de la violencia en los centros de detención migratoria en los Estados Unidos, en particular, han puesto su atención sobre el papel e influencia de ese país respecto de lo que sucede actualmente en nuestro territorio.
El enfoque ha ido principalmente orientado hacia cómo las políticas de deportación masiva desde 1990 dieron paso y alimentaron el crecimiento de la pandillas y su violencia en El Salvador y la región. Esta hipótesis es cierta, pero insuficiente para explicar todo lo que sucede. Adicionalmente hay que considerar que el gobierno estadounidense, además transfirió al gobierno salvadoreño y otros de la región, sus “tecnologías” para el control de las pandillas desde la exclusiva óptica de las fuerzas de seguridad y la justicia penal, las cuales fueron tropicalizadas de manera casi acrítica. En menor medida, también hizo esfuerzos –a través de la cooperación- por impulsar iniciativas de prevención de la violencia juvenil, pero limitada por el contexto predominantemente orientado a la represión de la delincuencia.
En la relación entre Estados Unidos y la región, se ignoró o invisibilizó el contexto y las raíces sociales de la violencia y el pandillerismo, en consecuencia, los resultados fueron similares, generando un nuevo fenómeno: las pandillas callejeras transnacionales. Al evolucionar y desarrollarse más este fenómeno social, generó una especie de paradoja: mientras que la deportación fue una respuesta para contener la inmigración ilegal y el crimen, al final, alimentaron el problema de la violencia en los países de retorno, que en la actualidad, es una de las causas que impulsan a la gente a migrar, como lo evidencia la actual crisis de la niñez en los centros de migrantes de la frontera estadounidense.
Las malas imitaciones de las tendencias de control del delito estadounidense, mezcladas con las idiosincrasias locales dieron paso a discursos y acciones de populismo punitivo en la región y se comenzó a hablar de Cero Tolerancia, al estilo neoyorquino, lo que se tradujo en diversos campos de diferentes maneras tales como: mano dura, endurecimiento penal, militarización de la seguridad pública, en algunos casos, con graves consecuencias para la gobernabilidad, el Estado de Derecho, los derechos humanos de la población, la democracia y la seguridad misma de los países cuando los efectos no deseados de esas políticas se volvieron en contra de ellos.
Pero en lo que respecta a los Estados Unidos, los disturbios de Ferguson -a raíz de la muerte de un joven afroamericano, a manos de un policía- y la respuesta policial a las protestas, han puesto en la agenda de ese país la discusión sobre la excesiva militarización de sus fuerzas policiales, que se ha reflejado particularmente en las tácticas y equipos utilizados en estos acontecimientos –heredados de la Secretaría de Defensa-, que derivan de una concepción de tipo belicista en la gestión de la violencia y el crimen, especialmente, en comunidades segregadas. No sería improbable pensar que esta noción de modelo policial se encuentre imbíbita en la cooperación policial de ese país.
Cómo lo explican Young y Lea en su libro “¿Qué hacer con la ley y el orden?” una policía militar o militarizada no se refiere necesariamente a una sometida a autoridades militares o vinculada orgánicamente a fuerzas armadas, sino que es aquella que adopta un enfoque belicista que traza posiciones amigo-enemigo y una actitud de “combate” frente al crimen y los criminales. Este enfoque, aleja a la policía de la comunidad y esa distancia se agrava debido a que necesita salir a buscar obtener información para realizar su trabajo. A diferencia de una policía civil, que obtiene cotidianamente flujos de información desde la misma comunidad, la policía militarizada necesita ir, interrogar, cachear y muchas veces, confrontar con ciudadanos para obtenerla, lo cual, deteriora las relaciones y la aleja de la comunidad, lo que, en el peor de los casos, podría generar hostilidad.
Esta es también una realidad en la región centroamericana, donde la concepción de “combate” a la delincuencia, no solo fue un slogan para discursos políticos sino que reflejaba esa gestión de tipo belicista que hemos mencionado antes, a través de planes de mano dura y la incorporación del ejército a tareas de seguridad pública, en mayor o menor medida, en los países del Triángulo Norte de Centroamérica.
En este sentido, no solo la violencia en las comunidades es un problema en sí mismo, a éste se agrega la forma en cómo el Estado responde ante la misma y las consecuencias que ello tiene para sus habitantes, en materia de derechos humanos, así como de exclusión social a través de la estigmatización de su comunidad y la falta de alternativas para su protección. La apuesta por la mano dura, cero tolerancia o la militarización de la seguridad pública, como lo vemos, no contribuyeron a mejorar la situación, sino lo contrario.
No obstante lo anterior, también se deben reconocer los esfuerzos por cambiar las realidades que venimos mencionando. Por un lado, la centralidad otorgada al modelo de policía comunitaria por el gobierno salvadoreño, es un gesto que busca renovar las relaciones con la población en los territorios e impulsar una nueva forma de gestionar la violencia y el delito, en el marco de una estrategia más amplia que incorpore la prevención de la violencia de manera central.
Adicionalmente, desde el año 2009, la cooperación estadounidense hacia la región ha venido cambiando. El Asocio para el Crecimiento, así como la Iniciativa Regional de Seguridad para Centroamérica (CARSI, por sus siglas en inglés) también hacen énfasis sustantivos importantes en el desarrollo de programas de prevención u orientados a la inserción socioeconómica de jóvenes, lo que indica un giro o un cambio de acento respecto de años previos.
En conclusión, la colocación de este debate en la agenda norteamericana y global puede ser una oportunidad para discutir, reformular y reenfocar las relaciones regionales en materia de seguridad, el contenido y el sentido de la cooperación para la misma.
(*) Columnista de Contra-Punto, @amaya_ed
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