I. Simplificaciones
Cuando uno lee los comentarios que muchos ciudadanos o ciudadanas hacen en las noticias de hechos violentos y trágicos, no es difícil detectar una fuerte carga emocional frente a los acontecimientos, muchos, desde un sentimiento de empatía con las víctimas e indignación con los victimarios, algunos, como vías de expresión de sus propios odios. En todo caso, es comprensible que ello suceda, dejaríamos de ser humanos si perdiésemos la indignación. No es malo indignarse, lo malo es no trascender de lo emocional a lo racional.
En estos espacios, el mundo se divide entre ciudadanos honrados y delincuentes, la pena de muerte, el exterminio de los delincuentes o cualquier forma de represión abierta son propuestas comunes para acabar con la delincuencia. Es normal que frente a una situación aparentemente caótica, se pretendan soluciones de “orden” drásticas e inmediatas. Lamentablemente, la realidad no es tan simple.
La inseguridad ciudadana (subjetiva y objetiva) dan píe al reclamo, la crítica y a las exigencias políticas. Esto es lo que en una sociedad democrática cabe esperar y promover. Sin embargo, hay una relación directamente proporcional entre la calidad de la información, la calidad y naturaleza del reclamo o crítica. El reduccionismo de las problemáticas o la simplificación como arma arrojadiza de desgaste político o como promesa mágica con fines electorales resultan dañinos pues enrarece el debate y reduce los espacios de construcción de alternativas. Zygmunt Bauman (2005) señala la poderosa influencia política que ha tenido la simplificación y reduccionismo del fenómeno delictivo al generar un esquema de competencia política en el cual, las posiciones orientadas al endurecimiento penal ganan réditos electorales, mientras que las posiciones opuestas u alternativas al esquema punitivo son consideradas como suicidios políticos, lo cual genera estímulos perversos en la competencia electoral y en la acción política.
Estas simplificaciones entrañan riesgos: el principal es proponer o promover, activamente o por presión, políticas públicas genéricas sobre enfoques erróneos o poco elaborados, fuertemente retaliativas, inadecuadas para abordar la diversidad de las expresiones delictivas, orientadas a satisfacer la emocionalidad de la opinión pública, pero no formuladas de manera seria para resolver el problema y que a la larga se convierten en violatorias del marco normativo de protección de derechos de la misma ciudadanía a la que dice proteger.
El ejemplo paradigmático que tenemos en esta materia es el manodurismo que predominó en la primera década de este siglo: la represión abierta, bruta y poco sofisticada contra las pandillas, lejos de erradicarlas o reducirlas, las fortaleció y en la actualidad constituyen, junto con la criminalidad organizada, las principales amenazas del país en materia de seguridad pública. Lo anterior es evidente en retrospectiva y ha sido comprobado en diversos contextos.
Un efecto inmediato es la creación de enemigos públicos y con ello, la generación de procesos de etiquetamiento social perjudiciales para amplios grupos sociales. Un ejemplo muy sencillo: los residentes de barrios, colonias o comunidades consideradas “de pandillas”, tendrán pocas o nulas posibilidades de obtener un empleo por el simple hecho de vivir en esos lugares, incrementando su exclusión y vulnerabilidad social, sin que necesariamente tengan relación con dichos grupos. Algunos jóvenes frustrados por la exclusión que les ocasiona ese estigma, lamentablemente verán a la pandilla como una alternativa.
Otro efecto de la simplificación de estas problemáticas es que su difusión no contribuye a generar un debate informado y menos emocional para encontrar alternativas viables y razonables. El problema pasa a ser visto, por ciertas élites, predominantemente desde una óptica de moral individual, como el de personas intrínsecamente malas y, por lo tanto, la única alternativa es su neutralización como defensa de la sociedad, las historias de vida y los contextos sociales no tienen nada que ver. Cuando uno escarba, ese tamiz moral es muy poco consecuente de caso a caso: mientras los delincuentes comunes son unos malvados, un expresidente corrupto es un “perseguido político” o por lo menos, no se condena abiertamente la inmoralidad de sus hechos.
Finalmente, lo más grave es confiar en la intuición antes que en el conocimiento. Garland (2005) señala el desplazamiento del conocimiento académico sobre la inseguridad por el discurso del “sentido común” –o “sensatez penal” como más tarde sería calificada por Wacquant (2000)–. Este mecanismo, desplaza el análisis y comprensión del fenómeno de la inseguridad y su mulitidimensionalidad y establece –basándose en una antropología individualista y en los postulados del análisis económico del derecho basado en el rational choice– la penalidad, el castigo, como principal estrategia de control del delito, entendido como una acción individual y unilateral derivada del libre albedrío, de tal suerte que la política de seguridad paso a ser considerada una política de restablecimiento del orden (Binder, s/f) y no una de reducción de la conflictividad.
(Continuará...)
Textos citados:
Bauman, Zygmunt (2005) Vidas desperdiciadas: la modernidad y sus parias. Barcelona: Paidós.
Binder, Alberto (s/f) El control de la criminalidad en una sociedad democrática. Versión mimeo, sin datos editoriales. Accesible desde Internet: http://edgardo.amaya.googlepages.com/Elcontroldelacriminalidadenunasocied.pdf (con permiso del autor)
Garland, David (2005) La cultura del control. Crimen y castigo en la sociedad tardo-moderna. Barcelona: Gedisa.
Wacquant, Löic (2000) Las cárceles de la miseria. Madrid: Alianza Editorial.
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