16 de mayo de 2022

¿Qué hacer con las pandillas?

Debería ser innecesario aclarar que comprender, explicar y proponer alternativas al fenómeno de las pandillas no supone justificarlas ni desconocer los graves hechos de violencia que realizan destruyendo vidas y familias, además de utilizar su fuerza y poder de manera brutal para garantizar su impunidad. Sin embargo, el tema despierta muchas pasiones y se interpela con hostilidad cualquier abordaje que cuestione la represión o plantee algo diferente. 

En ningún momento se trata aquí de promover el abandono de la aplicación de la ley, esa es la réplica quienes no aceptan abordajes alternativos, quienes solo creen en opciones “duras” y descalifican las “blandas” o que desde una cerrada percepción del fenómeno exclusivamente visceral piensan que no deben haber segundas oportunidades, sino venganza. 

La aplastante propaganda oficial del gobierno salvadoreño apela a la emocionalidad de la ciudadanía en esta nueva cruzada contra las pandillas que cuenta con un amplio apoyo popular, haciendo creer a la gente que la solución es capturar y encerrar -sin debido proceso ni juicio justo- a decenas de miles de personas, por el resto de su vida útil o hasta su muerte y que los daños colaterales o “margen de error” son males necesarios. Vale la pena recordar que esa idea no es nueva, fue ya intentada, fracasada y resultó peligrosamente contraproducente.


En el pasado, los ímpetus del populismo punitivo tuvieron como barrera el equilibrio de poderes en el que el judicial se constituyó como un límite para reducir -que no, eliminar- el impacto de la arbitrariedad y el abuso de poder en la persecución penal. No obstante, ese “obstáculo” ha sido “superado” con el golpe de estado dado tras la destitución de la Sala de lo Constitucional el 01 de mayo de 2021, la cooptación de la Fiscalía General de la República y la reforma de la ley de la Carrera Judicial hecha para colocar jueces a la medida del oficialismo y doblegar o anular a la judicatura independiente. El escenario ideal para el sueño húmedo de cualquier populismo punitivo. 


Esto no puede ni debe ser considerado una “ventaja”: ninguna persona o sociedad avanza rebajando los estándares existentes sino superándolos. Una justicia a la medida, elimina requisitos de rigor y calidad, lo que repercute negativamente en las capacidades de las instituciones, en su profesionalismo y respeto a la ciudadanía, haciendo retroceder al país a un nivel varias décadas atrás.


Esta situación generará resultados inmediatos pero con enormes costos humanos y sociales que pronto serán también graves y evidentes, estando por verse además la sostenibilidad en el mediano y largo plazo para financiar la infraestructura y servicios necesarios para su funcionamiento. 


Adicionalmente, este enfoque, no visibiliza a las víctimas o si lo hace, es para utilizarlas en nombre de la represión, otorgándoles una mala versión de justicia retributiva, pero que en esencia, no atiende la situación real de las víctimas como damnificadas, sujetos de derechos y merecedoras de medidas de reparación y no repetición.  


Lo más grave e inaceptable para mí, es que sin perjuicio de las necesidad y obligación de aplicar la ley a quién lo merezca de manera correcta y justa, en la actualidad, se toma a decenas de miles de personas -muchas de ellas víctimas del azar, de simples sospechas, denuncias falsas o estigmas- interrumpiendo sus vidas y sometiéndoles a toda clase de vejaciones y humillaciones con el fin de abonar a la imagen de fuerza de un gobierno. 


Eso no es justicia, es una farsa inhumana, terriblemente inmoral: al menos seis personas detenidas en régimen de excepción han muerto bajo custodia -asesinadas o por falta de medicamentos- a poco más de un mes de esta cruzada contra las pandillas. Un margen de error inaceptable.


Miles de familias de escasos recursos han visto alterada su forma de vida y recursos ante la detención de un o una jefe de familia que proveía sostén o cuido a un hogar, enfrentando nuevas necesidades como alimentación, vestuario, defensa, transporte para la atención de sus familiares detenidos, aguantando además, la falta de información, maltrato e indiferencia de las instituciones.


Entrando en materia


En términos generales, las pandillas tienen mecanismos y reglas sobre temas como el ingreso, conducta, valores y permanencia. En este sentido, no toda persona cercana a una pandilla es necesariamente un pandillero, sino que puede ser un colaborador (voluntario o no), un aspirante o simplemente un acompañante.  Y aunque existe la difundida creencia que nadie puede salir de la pandilla, también hay formas de alejamiento de la vida pandilleril, lo que se conoce como “calmarse” y dejar de estar activo, con lo cual, si bien, no deja de ser miembro, deja de participar de las actividades de la pandilla y deja de frecuentarla. 


El desconocimiento de estos elementos y la centralidad dada a las pandillas dentro de los fenómenos de seguridad pública, han impedido un abordaje más elaborado, limitado principalmente a la represión penal y, en el peor de los casos, a respuestas más intensas como las políticas de manodurismo o hasta prácticas de represión extrema con la sistemática grave violación de los derechos humanos de manera indiscriminada. 


Hasta ahora, todo lo hecho no ha tenido un impacto significativo, a pesar de los momentos de aparente calma siempre hay eventos que nos recuerdan, de manera contundente, la permanencia del fenómeno.  Precisamente por ello es necesario pensar con cabeza fría y revisar lo hecho hasta ahora y sus resultados, buscar alternativas a aquello que ha sido inútil, dañino o ha tenido efectos perversos, también pensar proactivamente desde otros campos diferentes a la seguridad pública y la justicia penal que tienen un rol reactivo y con muchos efectos concomitantes en las vidas de las personas, las familias y las comunidades. 


A continuación un breve recuento de las acciones implementadas y sus resultados:


Manodurismo y represión extrema


Desde que los gobiernos decidieron otorgar a las pandillas la centralidad de la atención en materia de seguridad pública, se generaron toda una serie de prácticas que afectaron transversalmente a todo el sistema penal: militarización de las estrategias de combate a las pandillas (enfoque parabélico amigo-enemigo), endurecimiento de leyes y procedimientos penales, configuración del sistema penitenciario en función de las pandillas, liberalización del uso de la fuerza letal y, más recientemente: reducción de derechos y garantías de la población a través de estados de excepción, como lo hemos visto en diferentes países de la región.


Esta política ha tenido más efectos perversos que resultados favorables: la persecución activa desestimula el abandono de los miembros de pandillas, ya que siempre serán perseguidos por el estigma; conlleva la sobrepoblación y hacinamiento de los centros de detención y el deterioro de sus condiciones; las cárceles se volvieron cuarteles generales, consolidándose y fortaleciendo sus alcances para la comisión de crímenes; la persecución activa de las autoridades terminó sirviendo a las pandillas para controlar a sus miembros: si uno se portaba mal, en algún momento podría ser capturado y recibir su merecido. 


Los efectos perversos, en lugar de llevar al cambio de modelo, condujo a extremos como la ampliación de las facultades del uso de fuerza letal por parte de autoridades (lo que ha sido notorio en las estadísticas y en informes sobre derechos humanos); se aisló a la población reclusa de contacto con el exterior y, aunque esto tuviera algún impacto, como en la reducción de delitos cometidos por órdenes desde centros penitenciarios, el costo humano para las familias de los privados de libertad es muy elevado, agravando el impacto social negativo al extender los efectos de la estrategia hacia terceros, negando, además, el mandato constitucional de rehabilitación. 


Uno de los efectos más gravosos de esté modelo es que inevitablemente tiende a escalar el conflicto, es decir, que cada lado toma posiciones cada vez más extremas, lo que normalmente se plasma en un mayor y brutal ejercicio de la violencia y ciclos interminables de venganzas y ajustes de cuentas, así como la expansión de calificaciones delictivas, penas, condiciones de prisión, etc. ampliando el ciclo de la violencia. 


Treguas y pactos

Otra forma de intervención en el fenómeno de las pandillas se ha dado cuando políticos oportunistas y deseosos de resultados inmediatos han recurrido al establecimiento de pactos secretos con pandillas para reducir delitos y, con ello, favorecer su imagen como líder. Como todo pacto ilegítimo y al margen de la ley, se rige por la regla de “plata o plomo”, “garrote o zanahoria”, incentivos o amenazas, añadiendo además, prácticas corruptas y clientelistas que atentan contra la ciudadanía, es pues, una negociación criminal. 


Lo que la experiencia y la historia muestran es que dichos pactos son volátiles y efímeros, pero al rebajar la presión sobre las pandillas, éstas se fortalecen y las rupturas del pacto son acompañadas de efectos boomerang, es decir, con repuntes de violencia. 


No está demás decir que, bajo la apariencia de tranquilidad pactada, la pandilla no desaparece ni deja de operar en modalidades de más bajo perfil. Entonces, este tipo de estrategia tampoco “resuelve” el problema del impacto de las pandillas en la vida cotidiana. 


Alternativas

Para poder determinar alternativas hay que partir de algunos presupuestos:

  • El fenómeno de las pandillas es de tipo social, no solamente un asunto de seguridad pública o de justicia penal y, por tanto, requiere un abordaje coherente con su naturaleza.. 

  • Las alternativas para el tratamiento de un conflicto deberían buscar su reducción y transformación a un nivel menos lesivo y violento.

  • Las personas involucradas en pandillas son -valga la redundancia- personas, ciudadanos y ciudadanas poseedores de derechos y no los pierden por estar en una pandilla, por lo que no están justificados los tratos discriminatorios en la provisión de servicios, excepto si cometen faltas o delitos y son condenados por ellos.

  • Los problemas se resuelven de manera racional, no emocional. Cualquier descalificación sobre la humanidad de los sujetos o la preponderancia de juicios morales sobre lo que merecen o no merecen como ciudadanos a partir de visiones subjetivas de “justicia”, distorsionan el sentido inclusivo que deben regir las intervenciones.

  • No hay soluciones simplistas, recetas, ni atajos. Lleva tiempo, esfuerzo y, sobre todo, muchísima voluntad política y liderazgo abierto. 

  • Se requieren políticas públicas, programas, financiamiento específico, personal capacitado, no puede ser un proyecto finito sin los recursos necesarios.

  • Todo abordaje estatal y privado debe ser en el marco del Estado de Derecho: respetar la ley y los derechos humanos. El fin no justifica los medios. Los procesos deben enmarcarse en la cultura de la legalidad, tanto para ejecutores como para destinatarios.

  • La comunidad y la sociedad civil son partes indispensables del proceso, pues contribuyen a la entrada, aclimatación e implementación de las políticas públicas en el territorio.

  • La pandilla no es una realidad simple, sino que tiene diversos niveles de jerarquía, pertenencia y vinculación, por lo que no se puede dar un mismo tratamiento en todos los casos, no todos cometen o planifican delitos graves necesariamente. Algunos colaboran pero no son considerados miembros, incluso, varios no participan voluntariamente de sus actividades. 


Partiendo de estos presupuestos, las intervenciones en este fenómeno deben de partir de su comprensión amplia para generar un conjunto de acciones más allá del sistema penal y que además, contribuyan a racionalizar las estrategias de este sector, de manera que éstas no tengan un efecto negativo o contradictorio respecto de los demás esfuerzos. 


La complejidad del fenómeno de la violencia y de las pandillas tiene como una de sus raíces la realidad de exclusión y vulnerabilidad social de amplios segmentos de la población, sumado a una cultura que ha usado la violencia como método preferente de resolución de conflictos o disciplinamiento tanto en el nivel intersubjetivo como en el institucional, es decir, la violencia no solo está ampliamente difundida entre los individuos, sino que el mismo estado aplica violencia en su accionar, lo cual me parece una pésima pedagogía social.


Toda política pública de prevención debe tener un importante componente de política social que implique la inserción y permanencia educativa; el desarrollo de habilidades, inserción económica y provisión de servicios básicos a comunidades, incluído el desarrollo urbano e infraestructura social. 


No se puede aislar el fenómeno de las pandillas y sus miembros, de la violencia intrafamiliar, contra la mujer y la niñez en la que millares de personas han sido socializadas. Miles de familias disfuncionales o desintegradas por paternidad irresponsable o ausencias parentales forzadas, patrones de crianza violentos, adicciones, estrés socioeconómico, exclusión social y espacial. 


Muchos esfuerzos de intervención deben empezar por aquí, pues son válvulas que empujan a muchos individuos a buscar formas de integración que compensen las carencias emocionales y materiales de sus existencias, algo que la pandilla ofrece cubrir. 


En este sentido, la des-normalización de la violencia en los hogares, comunidades y espacio público debe ser parte de la ruta de las políticas de protección y promoción de derechos de la mujer y la niñez, algo en lo que el actual gobierno ha dado enormes pasos… hacia atrás, con el desmantelamiento de las políticas e instituciones de protección de estos grupos y la creciente exclusión educativa de la niñez que alcanza a cien mil niñas, niños y adolescentes que han desertado del sistema educativo en el último año. 


Creo que debe haber equilibrio y equidad en las intervenciones, hasta ahora, la represión ha sido casi la única vía, los esfuerzos en materia de prevención han sido efímeros y voluntaristas o de poco alcance, sin mayores impactos y los esfuerzos de reinserción de personas que desean voluntariamente abandonar la vida activa en las pandillas han existido gracias a organizaciones de sociedad civil, especialmente de naturaleza religiosa. 


Sin duda, uno de los esfuerzos más difíciles es el de crear sensibilidad y apertura social a personas que desean retirarse de la vida activa en las pandillas. La hostilidad existente, muchas veces comprensible, limita los espacios para la reinserción al generar un ambiente adverso para estas iniciativas. 


Además de la sensibilización, es importante generar convencimiento práctico sobre los beneficios y utilidades de apoyar o permitir las oportunidades a personas como una forma de reducción del fenómeno que redunda en el bienestar de todos, es decir, un ganar-ganar. Por el contrario, negar oportunidades de salida, es asegurar la permanencia de esas personas en la pandilla y la continuidad de los efectos consiguientes. 


Lo anterior no significa ignorar los graves hechos de violencia que cometen miembros de pandillas y para ellos lo que corresponde es la persecución y sanción penal. En materia de aplicación de la ley, más que la laxitud de estándares con los que se pretende capturar y condenar a mansalva, debería prevalecer la persecución penal estratégica y eficaz, esto significa, distinguir los niveles de responsabilidad y el ataque selectivo a nodos claves de incidencia criminal que más afectan a comunidades y ciudadanía y, por otro, la procuración de la eficacia de la investigación para el logro de sanciones penales.


En resumen, un abordaje parcial al fenómeno de las pandilla no contribuye a tener mejores resultados. Solo en la medida en que las políticas públicas e intervenciones se organicen y funcionen alrededor de las diferentes subfenómenos e involucren a las comunidades y a lideres y liderezas que conocen bien estas situaciones, se podrá avanzar en una gestión menos violenta y lesiva, coherente con un sistema democrático respetuoso de la ciudadanía.


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