3 de mayo de 2022

El estallido de la burbuja de la falsa seguridad


Luego de casi tres años de gobierno, la actual administración ha presumido la importante reducción de homicidios acaecida durante su gestión. Los datos estadísticos muestran que de una tasa de 51 homicidios por cada 100 mil habitantes en 2018, se  ha reducido de manera constante hasta llegar a una tasa de 18 en 2021.


La imagen de éxito se reflejaba también en la opinión pública: de acuerdo con encuestas de la UCA, la preocupación ciudadana por la seguridad alcanzaba proporciones del 70% de las opiniones en 2018 y del 51% en 2019. A mediados de 2020, dicha proporción fue de apenas un 3.4%. No obstante, la tendencia volvió al alza, llegando a un 38%  a finales de 2021.


Las autoridades atribuyeron esa baja de homicidios al denominado Plan de Control Territorial (PCT), una estrategia no conocida públicamente -excepto por lo dicho en la publicidad gubernamental- para la que se solicitó centenas de millones de dólares para su financiación. De hecho, éste fue el pretexto utilizado por el Presidente para militarizar e irrumpir en la Asamblea Legislativa hace dos años y amagar con su disolución, el día 9 de febrero de 2020, como medida de presión para la aprobación de un préstamo para asuntos de seguridad. 


Aunque ya existía una tendencia permanente de reducción de homicidios desde 2016, un descenso tan marcado de los homicidios en años recientes resulta difícil de explicar para las personas informadas y conocedoras de las dinámicas del crimen y la violencia, por el simple hecho que las acciones conocidas eran “más de lo mismo”: incremento de personal, militarización, equipamiento, pero no una estrategia integral o innovadora, por lo que la causa real no sería visible o conocida. 


Dados los antecedentes de la historia reciente, en los años 2012-2013 el gobierno de turno estableció una tregua con pandillas y trás de ella, se produjo un derrumbe en la cifra de homicidios, las similitudes con el presente abrió camino a plantear esta hipótesis, lo cual fue respaldado por hechos investigados judicialmente y revelados por la prensa. 


A pesar de los esfuerzos propagandísticos por mantener una imagen de control, entre 2019 a 2021 hubo un incremento constante del número de personas desaparecidas, de las cuales, en promedio, en un 36.6% de los casos no se había logrado dar con el paradero de las víctimas, las cuales, en tres años sumaron, un total de 1,740 personas, es decir, 580 en promedio cada año sin ser encontradas.


El problema de las desapariciones de personas se posicionó en la agenda en gran medida por las denuncias de las víctimas de algunos casos emblemáticos, lo que generó una crisis en la imagen gubernamental y en el manejo de la comunicación por parte de éste, llegando a confrontar con las víctimas y sus grupos de apoyo.


El éxito aparente de la estrategia de seguridad gubernamental también se vió empañada por diversos repuntes de homicidios a lo largo del período, lo que los especialistas han considerado como “mensajes” o presiones al gobierno por parte de grupos delincuenciales. Como respuesta, el gobierno ha echado mano del control penitenciario, endureciendo el régimen interno sobre los líderes y miembros de esos grupos en prisión.


El más reciente repunte ocurrió del 25 al 27 de marzo de 2022, con un total de 87 muertes, siendo el más letal el día sábado 26 con 62 homicidios, convirtiéndose en el día con el mayor número de muertes violentas desde que se tiene registro.


Tras ello, el oficialismo extremó su respuesta utilizando el viejo y conocido populismo punitivo: estado de excepción por 30 días (y prorrogado por 30 más), endurecimiento de condiciones carcelarias (a niveles considerables como tormento o malos tratos), endurecimiento de leyes penales -incluyendo la de menores de edad- y más recientemente, la criminalización de símbolos o contenidos de pandillas, así como la difusión de los mismos por medios de comunicación, con lo cual, se criminalizaría a cualquier medio o periodista que brinde información utilizando como fuentes a pandilleros o muestre imágenes de contenidos considerados, a criterio del oficialismo, como pandilleril. 



Muy a tono con la forma de actuar del gobierno, de la misma forma que hizo al inicio de la pandemia por COVID-19, aprovechó la crisis para infundir miedo, crear enemigos, azuzar la opinión pública en contra de ellos, así como de todos aquellos que denuncian violaciones a derechos humanos y abusos de poder; redujo derechos y amplió el control sobre las personas. De paso, también utilizó la emergencia para emitir leyes especiales para la realización de grandes obras públicas sin licitación, entre ellas, nuevas cárceles


Las reformas realizadas no solo están dirigidas a las pandillas, sino que sus alcances también se orientan al derecho a obtener y difundir información, es decir, a limitar la prensa y evitar el conocimiento público de otras posiciones que atenten contra la imagen oficial y su discurso en la materia.


Si bien, la crisis le ha permitido al gobierno dar pasos agigantados en su avanzada en contra de los sectores críticos que denuncian las violaciones a derechos humanos y el autoritarismo de sus actuaciones, tanto dentro como fuera del país, los efectos de sus decisiones comienzan a pasar factura, aunque aún es prematuro estimar cuánto. Sin embargo, no es gratuito ni ocultable el enorme número de comunicados y posicionamientos de diferentes organismos locales e internacionales expresando su preocupación o rechazo por el estado de excepción y sus consecuencias.


Mientras tanto, muchísimas personas ha sufrido en carne propia los efectos de la situación: La detención de decenas de millares -incluyendo menores de edad- en todo el país bajo imputaciones inciertas y sin información inmediata para sus familiares sobre su paradero, denuncias de arbitrariedad, abusos de poder y la existencia de cuotas de detenciones que provocarían capturas indiscriminadas; el cierre de la Comunidad San José del Pino o el Distrito Italia, y otras consideradas como de influencia de pandillas, impidiendo el libre ingreso y salida de personas a la realización de sus actividades cotidianas; el ingreso de elementos de seguridad en viviendas, realizando cateos, aún y cuando, la inviolabilidad del domicilio no forma parte de los derechos suspendidos, son solo ejemplos de acciones que han afectado sensiblemente la vida de las personas.


Miles de personas se agolpan en centros de detención pidiendo información sobre sus familiares, se les obliga a comprar en tiendas específicas los kits de vestuario y pago de alimentación de los detenidos mientras estén en bartolinas policiales. Además de la privación de libertad de sus familiares, tienen que cargar con las pérdidas económicas por la ausencia de un jefe de familia detenido o el ausentarse del trabajo o la actividad económica propia para resolver la situación sobreviniente, ampliando el impacto social de la detención, especialmente sobre las mujeres, que son las que mayoritariamente asumen el impacto de las ausencias por detención.


Al momento que esto se escribía, al menos cinco personas detenidas en el marco del estado de excepción murieron bajo custodia, en las cuales se ha denunciado la existencia de golpizas en contra de los ahora fallecidos. Este es el costo más grave del estado de excepción y la liberalización de las facultades de detención, implicando una gravísima violación a los derechos humanos.


“El que nada debe, nada teme” dicen desde el oficialismo, pero el problema es que ante la liberalización casi absoluta de las fuerzas de “seguridad”, la libertad de la ciudadanía se encuentra en manos de la discrecionalidad y no de la ley. De esta forma, el estado de excepción se volvió también en una ruleta rusa para la libertad de muchos ciudadanos que no saben si serán objeto de una intervención por policías o soldados y terminarán privados de libertad.


La multiplicidad de denuncias de abusos y la crudeza de las propias comunicaciones oficiales mostrando imágenes de tortura, generó diversas condenas desde organismos internacionales de derechos humanos y pronunciamientos del más alto nivel de la ONU, es decir, la situación de El Salvador llamó a la preocupación a la comunidad internacional, a lo que el gobierno respondió fustigando a los críticos y acusándolos de apoyar a las pandillas. 


Llegado el primero de mayo, fecha en que coincidiría la marcha del día de los trabajadores, así como la marcha ciudadana de opositores al gobierno, éste -a través del Ministro de Trabajo- promovió un discurso que asociaba la marcha con simpatía o apoyo a las pandillas e insinuó la posibilidad de captura de personas por estar en estado de excepción. Luego el funcionario negó haber amenazado a las personas que marcharían.


En medio de este pandemónium, persiste la pregunta ¿Qué es lo que realmente ha sucedido tras el último repunte? ¿Cómo de una imagen de supuesta seguridad y control, pasamos abruptamente a imágenes de una situación para-bélica o similar a imágenes de El Salvador en los años setentas y ochentas del siglo pasado?


Sea cual sea el motivo de esta situación y las especulaciones al respecto, hay gestos y hechos documentados que no deben ser olvidados ni obviados: 


  • Al menos cinco personas han muerto bajo custodia estatal luego de haber sido capturadas en el marco del estado de excepción entre denuncias de sus familiares de la arbitrariedad y falta de justificación de las mismas. El gobierno no se ha pronunciado al respecto. 

  • El Estado criminaliza y amenaza directamente a los periodistas y ciudadanos en general que cuestionen la relación entre el gobierno y las pandillas, bloqueando cualquier tipo de investigación ciudadana y difusión de información. 

  • El oficialismo ha estigmatizado a organizaciones de sociedad civil y sectores críticos al relacionarlas con las pandillas y ha contaminado la opinión pública para generar un clima hostil hacia dichos sectores. 

  • El estado salvadoreño -sometido y obediente a la voluntad del Presidente- ha bloqueado y negado la extradición de miembros de pandillas solicitados por la justicia estadounidense. Este gesto contradice frontalmente el discurso antipandillas que tiene el gobierno y alimenta otra hipótesis preexistente. 

  • Todo lo anterior, ocurre a un año de la destitución arbitraria e ilegal de la Sala de lo Constitucional y del Fiscal General de la República y la imposición de sustitutos afines al oficialismo, así como de la expulsión o exclusión de jueces independientes para la colocación de otros afines al oficialismo tras la reforma de la Ley de la Carrera Judicial y la anulación de la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos, es decir, en un contexto sin mecanismos de control y protección de derechos de la ciudadanía.

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