6 de enero de 2016

La elección del nuevo fiscal general

Antes que nada: feliz año 2016, el que espero que sea un año de éxitos en la lucha por la justicia y la seguridad para nuestro país y la región.

Luego de semanas de retraso en el nombramiento del titular de la Fiscalía General de la República, los partidos políticos representados en la Asamblea Legislativa llegaron a un acuerdo para nombrar al licenciado Douglas Meléndez, ex fiscal especial, como el nuevo encargado de la defensa de los intereses de la sociedad y del estado.

Se dice que el nuevo titular ha sido electo porque aparece en las listas de todos los partidos, ello tiene, al menos, dos interpretaciones: que todos los partidos lo valoraron positivamente y lo apoyarán, lo que lo evitaría la sospecha de cobro de favores futuros, pero la otra interpretación es que los diputados habrían buscado no complicarse y elegir un fiscal que les resulte cómodo a todos.

Debo aclarar que esta no es una valoración sobre el profesional electo -de quién no tengo antecedentes pero del cual se han destacado valiosos méritos profesionales y experiencia-, sino sobre el mecanismo para su elección y sus consecuencias en el marco de una sociedad que aspira a ser llamada democrática. Lo que todos sabemos, es que la tónica de este proceso de elección fue la negociación interpartidaria a puerta cerrada y no tanto el peso de los méritos de los aspirantes, lo cual permite que inevitablemente surjan inquietudes sobre el resultado.

Aunque es un alivio que se vuelva a la normalidad luego de este nombramiento tan dilatado, es necesario hacer una revisión y una reflexión sobre el proceso, las perspectivas y desafíos venideros para una institución clave del sistema de justicia y para la democracia en el país.

El cargo del fiscal general es uno de los más poderosos del país. Investiga y decide a quién imputar la comisión de un hecho delictivo, puede privar de libertad  personas o intervenir sus comunicaciones en el marco de la ley, además, supervisa una gran cantidad procesos legales en el estado.

Un cargo de tales características, con las importantes implicaciones que tienen en la vida de la ciudadanía y en el funcionamiento del estado, merece un proceso de elección que cumpla con dos condiciones principales: riguroso para hacer valer la exigencia constitucional de “moralidad y competencia notoria”, al tiempo que debe ser transparente, abierto a la valoración y juicio del público sobre la calidad de las decisiones de los diputados.

En este sentido, es necesaria una normativa interna que desarrolle dichos aspectos, cree estándares e indicadores objetivamente comprobables y les asigne una puntuación sobre valores más o menos cerrados, tal y como se usa en procesos de licitación o concursos públicos, dichos puntajes deberían ser de conocimiento público. La ponderación objetiva de los aspirantes mediante un instrumento de examen debería ser un filtro que permita contar con ternas de la mayor calidad tomando a los mejor puntuados, sin necesidad de considerar por igual a un elevado número de aspirantes.

Vayamos por partes. En cuanto a la primera condición relativa a la rigurosidad del proceso, no es aceptable dejar a la subjetividad individual o colectiva de los diputados la totalidad del criterio de la elección, aún y cuando, ésta siempre tendrá un margen importante en el proceso. Por lo anterior es necesario contar con algunas definiciones o indicadores que previamente unifiquen el lenguaje y acerquen los criterios.

Para el caso, la sola definición de moralidad es problemática, pues cada persona es una visión moral específica. Además de la consabida documentación sobre la ausencia de antecedentes penales o de cuentas, también deberían incluirse algunos antecedentes administrativos como los relativos a materia de derechos humanos, ética gubernamental, derechos de la mujer o la niñez, entre otros. El esfuerzo debe orientarse genera una definición más coherente con la visión aspiracional de una sociedad democrática, igualitaria, inclusiva, tolerante y respetuosa de los derechos humanos, por lo que no puede limitarse a convicciones personales y subjetivas de quienes eligen.

Lo anterior implica verificar ciertos estándares que esa visión aspiracional impone. De esta manera, por ejemplo, antecedentes, expresiones o participación en actos de intolerancia o discriminación serían motivo para una ponderación negativa de un aspirante. Dentro de un examen de moralidad deberían incluirse además, la prevención de conflictos de interés, transparentando los intereses de los aspirantes que puedan representar un potencial dilema presente o futuro.

En cuanto a la competencia, el asunto no es menos complejo, básicamente se trata de elegir a una persona que tenga las capacidades que la hagan idónea para dirigir una institución tan compleja. Dicha competencia tiene diversas dimensiones de tipo sustantivo y adjetivo. En el plano sustantivo, se requiere que el “garante de la ley” tenga reconocidas capacidades técnicas en la materia. No basta con ser abogado, sino mostrar algunos méritos adicionales como especializaciones profesionales, estudios de posgrado en las materias de mayor peso en la institución y una carrera muy vinculada a la práctica legal. Cada una de esas características debería contar con un valor que suma a los aspirantes más formados y con experiencia.

La dimensión adjetiva se refiere a las capacidades de gestión. Se trata de valorar, en primer lugar, experiencia en la administración, sea en el ámbito privado o el público a través de parámetros tales como proyectos gestionados, personal y recursos que ha manejado que muestren capacidades en esas materias. Aquí también deberían examinarse las visiones de los aspirantes sobre el desempeño institucional y las propuestas para su mejora (pensamiento estratégico), porque la FGR no es solo una tramitadora legal, es una institución que favorece el cumplimiento del derecho de acceso a la justicia y, por tanto, gestora de políticas publicas de interés para toda la ciudadanía, lo cual, ha sido un aspecto invisibilizado en el proceso reciente.

El nuevo titular debe trazar una línea de base sobre indicadores claves y definir un curso para la mejora de los mismos a partir de un modelo de gestión ad hoc. La principal pregunta de fondo en este análisis debería ser ¿En qué medida la FGR esta cumpliendo efectivamente con su mandato constitucional? Y a partir de ahí, formular preguntas específicas sobre variables claves como la impunidad y la efectividad de los procesos legales en los que participa mediante mediciones objetivas (ingresos, egresos, archivos, resoluciones tomadas o logradas, plazos, etc)

El modelo de gestión no se limita a hacer funcionar mejor el flujo de procesos institucionales, por los tiempos que corren, éste debe tener importantes objetivos de impacto y calidad que impliquen el cambio de las formas tradicionales de hacer y manejar los procesos legales.

El Plan El Salvador Seguro brindó algunas importantes recomendaciones en la materia, entre ellas, enfatizó la necesidad de revisar la política de persecución penal para reducir los márgenes de impunidad en los delitos más graves, dándole prioridad a su investigación y focalización;  avanzar en el análisis estratégico de mercados de criminalidad y no solo en los casos individuales; hacer énfasis en la lucha contra la corrupción e infiltración del crimen organizado en el estado; propuso la creación de planes, presupuestos, normativas y protocolos conjuntos entre FGR y PNC en materia de investigación criminal para integrar visiones y generar también economías de escala.

El nuevo fiscal enfrenta grandes desafíos para devolver credibilidad a la institución -tras un período tristemente polémico- y hacerla funcional y eficiente ante las demandas sociales que enfrenta, para lo cual no basta con ser buen abogado o contar con respaldo político, requiere de la voluntad de transformar la institución y sus prácticas, camino nada fácil y para el que requerirá apoyarse en actores externos que le brinden soporte y asistencia técnica.

Ahora, naturalmente tengo mis inquietudes pero sería injusto comenzar a dudar de alguien que recién es nombrado para un cargo tan complejo. Ciertamente es un desafío para el nuevo fiscal general demostrar que es capaz de transformar sustantivamente la institución en la cual se formó profesionalmente y que su vinculación a las prácticas institucionales de la FGR -que él contribuyó a forjar-, no son óbice para ello. Le felicito y le deseo éxito en sus labores, por el bien de nuestro país y nuestra gente.

P. D.: Por si es de interés, dejo copia de un estudio que hice hace 10 años sobre el funcionamiento de la investigación criminal, muchos de los problemas ahí señalados siguen vigentes y generan algunas posibles líneas de aspectos a intervenir.

1 comentario:

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