La idea de incorporar de manera más activa al ejército en tareas de seguridad pública se mantiene en agenda salvadoreña con mucha fuerza. Tanto interés ha generado la iniciativa que recientemente se llevó a cabo un taller sobre el tema dirigido por el Centro de Asuntos Hemisféricos de la Defensa Nacional con sede en los Estados Unidos.
Las declaraciones del ministro de la Defensa Nacional mencionan una eventual ampliación de las facultades coercitivas a los militares en el marco de su actividad de apoyo a la seguridad pública. Incluso, llega a ofrecer metas de reducción de delitos de un 10% en seis meses.
Sobre la base de un contexto marcado por la emergencia, se invisibilizan otros aspectos de gran trascendencia como la vigencia de los mecanismos constitucionales para el uso de la Fuerza Armada en tareas de seguridad interna, y en general, la necesidad de fortalecer el rendimiento institucional antes que promover su desnaturalización. El Dr. Antonio Martínez Uribe plantea estas cuestiones substanciales en una reciente columna (aunque no comparto su tajante afirmación de que el control civil de la seguridad ha fracasado en todas partes)
Las discusiones centrales en este tema tienen que ver con la decisión política de confiar o no el control de la seguridad a autoridades civiles como lo manda la Constitución, o si, paradójicamente, un gobierno del que forma parte la exguerrilla dará continuidad a la inercia histórica autoritaria y cederá a las presiones geopolíticas para devolverle un rol protagónico a las Fuerzas Armadas.
Se ha dado por sentado y con mucha facilidad que la situación ha rebasado los medios ordinarios, sin embargo, no parece que éstos se hayan agotado aún, falta tomar medidas de mayor operatividad policial como la implementación del régimen de disponibilidad (y no el acuartelamiento como lo sugiere el PCN) Tampoco ninguna autoridad responsable en la materia ha oficializado dicho supuesto como para fomentar el tema en agenda, por lo que su promoción en agenda responde a intereses sectoriales o particulares de los que siempre rechazaron el modelo policial surgido de los Acuerdos de Paz.
Adicionalmente, la sugerencia de dotar de facultades coercitivas a los militares ignora la existencia de condicionamientos constitucionales: La FGR y la PNC son las entidades encargadas de la aplicación de la ley según la Constitución, agregar a otro actor en la materia no sería coherente con el mandato constitucional.
En segundo lugar, como se ha señalado por diferentes actores: los militares son formados para actuar en un contexto blanco y negro (amigo-enemigo) y no en uno gris, como el que cotidianamente enfrentan las fuerzas policiales. Además: ¿quién dice que el control militar de la seguridad pública ha sido efectivo en El Salvador? Este país ya era reconocido como uno de los más violentos del continente desde finales de la década de los sesenta según OPS y lo que vino después fue peor.
La discusión generada por esta agenda de militarización, lejos de elevar la calidad de los argumentos y análisis desde una óptica de políticas públicas de seguridad, las devalúa y minusvalora. En ningún momento se ven planteamientos técnicamente fundamentados sobre las necesidades operativas de la PNC, por el contrario, los datos existentes no dicen que esta fuerza policial es, según un reciente estudio de USAID sobre la policía salvadoreña: la de mayor cobertura poblacional de Centroamérica en razón del número de policías respecto de la población, la Policía con el presupuesto más alto de la región, la policía con la mejor tecnología de la región y la Policía con los niveles educativos más altos de su personal.
Con estos elementos, una propuesta incrementalista como la de meter al ejército es de un simplismo muy pedestre y termina obviando y apartando de la discusión las razones y mecanismos por los que la operatividad policial puede ser mejorada en su rendimiento. No poner esto en discusión es dejar el problema instalado y crear uno nuevo con el manejo de los militares en la seguridad.
Las declaraciones del ministro de la Defensa Nacional mencionan una eventual ampliación de las facultades coercitivas a los militares en el marco de su actividad de apoyo a la seguridad pública. Incluso, llega a ofrecer metas de reducción de delitos de un 10% en seis meses.
Sobre la base de un contexto marcado por la emergencia, se invisibilizan otros aspectos de gran trascendencia como la vigencia de los mecanismos constitucionales para el uso de la Fuerza Armada en tareas de seguridad interna, y en general, la necesidad de fortalecer el rendimiento institucional antes que promover su desnaturalización. El Dr. Antonio Martínez Uribe plantea estas cuestiones substanciales en una reciente columna (aunque no comparto su tajante afirmación de que el control civil de la seguridad ha fracasado en todas partes)
Las discusiones centrales en este tema tienen que ver con la decisión política de confiar o no el control de la seguridad a autoridades civiles como lo manda la Constitución, o si, paradójicamente, un gobierno del que forma parte la exguerrilla dará continuidad a la inercia histórica autoritaria y cederá a las presiones geopolíticas para devolverle un rol protagónico a las Fuerzas Armadas.
Se ha dado por sentado y con mucha facilidad que la situación ha rebasado los medios ordinarios, sin embargo, no parece que éstos se hayan agotado aún, falta tomar medidas de mayor operatividad policial como la implementación del régimen de disponibilidad (y no el acuartelamiento como lo sugiere el PCN) Tampoco ninguna autoridad responsable en la materia ha oficializado dicho supuesto como para fomentar el tema en agenda, por lo que su promoción en agenda responde a intereses sectoriales o particulares de los que siempre rechazaron el modelo policial surgido de los Acuerdos de Paz.
Adicionalmente, la sugerencia de dotar de facultades coercitivas a los militares ignora la existencia de condicionamientos constitucionales: La FGR y la PNC son las entidades encargadas de la aplicación de la ley según la Constitución, agregar a otro actor en la materia no sería coherente con el mandato constitucional.
En segundo lugar, como se ha señalado por diferentes actores: los militares son formados para actuar en un contexto blanco y negro (amigo-enemigo) y no en uno gris, como el que cotidianamente enfrentan las fuerzas policiales. Además: ¿quién dice que el control militar de la seguridad pública ha sido efectivo en El Salvador? Este país ya era reconocido como uno de los más violentos del continente desde finales de la década de los sesenta según OPS y lo que vino después fue peor.
La discusión generada por esta agenda de militarización, lejos de elevar la calidad de los argumentos y análisis desde una óptica de políticas públicas de seguridad, las devalúa y minusvalora. En ningún momento se ven planteamientos técnicamente fundamentados sobre las necesidades operativas de la PNC, por el contrario, los datos existentes no dicen que esta fuerza policial es, según un reciente estudio de USAID sobre la policía salvadoreña: la de mayor cobertura poblacional de Centroamérica en razón del número de policías respecto de la población, la Policía con el presupuesto más alto de la región, la policía con la mejor tecnología de la región y la Policía con los niveles educativos más altos de su personal.
Con estos elementos, una propuesta incrementalista como la de meter al ejército es de un simplismo muy pedestre y termina obviando y apartando de la discusión las razones y mecanismos por los que la operatividad policial puede ser mejorada en su rendimiento. No poner esto en discusión es dejar el problema instalado y crear uno nuevo con el manejo de los militares en la seguridad.